Falacias del Capitalismo: La explotación laboral

Sin duda, una de las críticas más feroces que el sistema capitalista recibe es la relativa a la explotación, concretamente a la explotación laboral, por parte de los empresarios. Se llega incluso a afirmar que las riquezas y el progreso que actualmente disfrutamos no es producto de un sistema más eficiente que otro, sino que es resultado de muchos sufrimientos, tales como la explotación, el colonialismo o el imperialismo. Sin embargo, como veremos, tal afirmación es falsa, entre otras cosas, porque el sistema capitalista tiene como fundamento la libertad económica y los acuerdos voluntarios entre particulares, en la que si un empleado se siente explotado puede perfectamente dimitir de su puesto de trabajo e irse a otro, donde el esclavismo y conceptos similares no tienen cabida.

Asimismo, se suele citar como fecha donde se inició este proceso explotador como la Revolución Industrial (1750-1850), donde nacieron las primeras fábricas organizadas y relativamente de grandes dimensiones, donde empezó a producirse en masa.

Trabajadores alienados tras realizar la misma rutinaria tarea miles de veces, jornadas laborales inhumanas, condiciones de trabajo durísimas, incluso niños pequeños trabajando entre esos amasijos tan odiosos.

Obviamente, tal visión de aquel período provoca un profundo rechazo e incluso indignación entre alguien de nuestra época, donde es incluso normal mantener un nivel de vida digno estando en desempleo: basta con las prestaciones sociales. No obstante, sería un error rechazar un acontecimiento histórico del pasado porque es negativo en relación a nuestra situación actual.

En primer lugar, la humanidad, con el paso del tiempo, suele perfeccionarse y mejorar sus condiciones de vida, así ha sucedido durante toda la historia y en todas las instituciones: moral, derecho, lenguaje, economía, ciencia, técnica, etc.

En segundo lugar, tenemos que tener en cuenta que los trabajadores fabriles no eran esclavos, sino que aceptaban el trabajo allí porque querían. Siempre podían mantenerse como estaban y no irse a la ciudad: vivir y trabajar en el campo. He aquí el quid de la cuestión: la situación anterior a la “explotación fabril” era aún menos preferible por los propios protagonistas de aquel momento de la historia. Así, se produjo un fenómeno masivo de salida de trabajadores agrícolas para entrar en las fábricas. Tenemos que tener también presente que la vida en el campo era muy dura, y no tenía si quiera jornada de trabajo, e incluso presentaba una gran incertidumbre: en un período de malas cosechas todos podrían morir de hambre.

De hecho, la primera oleada de protestas de los trabajadores fabriles, tras unos 30-50 años pacíficos, no fue contra las condiciones de trabajo, sino contra las máquinas. Es el movimiento conocido como ludismo. Y se produjeron varios episodios en los que los trabajadores destrozaban las máquinas de las fábricas, porque veían que las máquinas iban a quitarle su puesto en la fábrica.

Aquellos que tanto critican la explotación fabril o capitalista que piensen en esta cuestión: si realmente estos trabajadores no estuviesen contentos con su trabajo no destruirían las máquinas que supuestamente les iban a quitar el puesto. El ludismo muestra que la situación era al contrario: no podían permitirse perder un trabajo más estable que los demás y con un sueldo más alto que los demás.

En tercer lugar, hay que saber que las primeras protestas laborales para aumentar los derechos de los trabajadores se produjeron como mínimo 50-60 años después de que el paradigma fabril hubiese calado. Es decir, con casi toda probabilidad, estas insurrecciones estuvieron protagonizadas por la segunda generación de trabajadores fabriles, que probablemente habrían vivido mejor que sus padres.

Asimismo, cuando un trabajador no está a las órdenes de nadie (como en muchas ocasiones ocurre en la agricultura) no se siente explotado, lo que suele ocurrir cuando alguien está subordinado a otro. De hecho, varios psicólogos han estudiado recientemente la cuestión de que muchos desempleados suelen protestar mucho menos (aunque están más infelices), que muchos trabajadores con empleo: ya sea por el sueldo, por el jefe, etc.

Y así llegamos al punto más contradictorio que pueda darse en el ser humano, que es relativo a al sentimiento de igualdad, que en muchas ocasiones puede ser incluso irracional. Numerosos economistas experimentaron esta cuestión mediante el conocido juego Ultimatum game.

Es decir, que una persona prefiere perder con tal de que otra no obtenga más ganancias que ella de un contrato que se ha celebrado entre ambas. Y esta cuestión sucede en multitud de campos de la economía: por ejemplo, muchos países subdesarrollados prefieren no abrirse al libre comercio, porque, a pesar de que obtendrían mejores ganancias, los países desarrollados obtendrían aún más ganancias que ellos del acuerdo. O sea, que aunque haya ganancias mutuas, el reparto desigual de estas puede originar que una de las partes rompa el contrato, perdiendo ineficiencia.

Y es que la explotación no es más que un concepto relativo y a veces enfocado únicamente desde la óptica del trabajador; pues, si fuéramos ecuánimes, quizá no podríamos hablar si quiera de explotación, porque, si se acepta el contrato de trabajo, es porque el trabajador tenga ganancias, aunque en algunos casos estas ganancias se repartan asimétricamente.

Para terminar, conviene explicar algunos conceptos, relativos a como se establecen los precios, y las ganancias a las que puedan acceder tanto trabajador, como empresario. Incluso podemos extender el análisis a vendedor, comprador, y todos aquellos acuerdos de los que puedan derivarse cualquier tipo de explotación.

Llamaremos precio reserva del consumidor al precio por encima del cual el consumidor no estará dispuesto a pagar para recibir una contraprestación. Es decir, por ejemplo, yo estaría dispuesto a pagar hasta 3.000 € por la matrícula de la universidad; si la matrícula llega a 4.000 € ya no la pagaría. Cada persona tiene un precio reserva: por ejemplo, gente no muy entusiasmada con el estudio, podría llegar a pagar como máximo 500 €. O incluso gente con precio de reserva negativo: si no recibe una beca de estudios no estaría dispuesta a estudiar. Obviamente, cuanto más bajo sea, más consumidores estarán dispuestos, ya que la oferta englobará a más precios reserva; por eso, a menor precio, mayor demanda.

Bien. Pues, de la misma forma, llamaremos precio reserva del productor al precio por debajo del cual el productor no estará dispuesto a recibir para ofrecer alguna contraprestación. Por ejemplo, yo no ofreceré clases de tenis por debajo de 1€ la hora. Igual que antes, habrá diferentes precios de reserva: por ejemplo, Rafa Nadal, perfectamente no ofrecería clases de tenis por debajo de 50€ la hora. Y, al igual que antes, a mayor precio, mayores oferentes, porque el precio englobará a más precios de reserva.

Ahora bien, la diferencia entre el precio de reserva y el precio real que se establece lo llamaremos excedente, que podrá ser del consumidor y del productor. Por ejemplo, si yo estoy dispuesto a pagar hasta 3.000€ por la matrícula de la universidad y realmente me cuesta 500€, tendré un excedente de 2.500€. Y si la universidad estaba dispuesta como mínimo a ofrecer la matrícula a 250€, tendrá un excedente de 250€. En este caso, ambos hemos salido ganando: yo por 2.500€ y la universidad por 250€. Es, por tanto, la reducción del excedente del consumidor y el consiguiente aumento del excedente del productor lo que provoca sentimientos de explotación.

Como vemos en este gráfico, en una economía capitalista, el precio que se establecerá en el mercado será el punto donde confluya la curva de oferta (curva azul) y la curva de demanda (curva roja), lo que se denominará precio de equilibrio, dando lugar a un reparto justo del excedente o las ganancias mutuas que se generan del contrato. Aquí vemos que el excedente del consumidor (área verde claro) es muy parecida al excedente del productor (área verde oscura).

En el caso del mercado de trabajo, podemos decir que las ganancias mutuas que se generan del establecimiento del contrato se repartirán equitativamente entre ambos, si no hay regulaciones que se establezcan en el mercado de trabajo, tales como sindicatos, patronales, salario mínimo, salario máximo, etc.

En definitiva, podemos concluir que la explotación es un fenómeno subjetivo y relativo y que, en el peor caso, lo podemos calificar como una ganancia para el trabajador pero aún más ganancia para el empresario, y que sólo el afán por llevarse más ganancias que la otra parte explicaría el descontento de los trabajadores con los empresarios y los empresarios con los trabajadores. Pero, en todo caso, estas injusticias rara vez se producirían como hemos visto según la teoría económica, ya que los precios de equilibrio suelen establecerse cuando el excedente del consumidor y del productor son parecidos; y, por eso, estas injusticias estarían más relacionadas con un sistema de intervencionismo estatal que con un sistema de economía de libre mercado, pues allí no se establecerían los precios de equilibrio en función de la oferta y la demanda..

Capitalismo: Un sistema a la cabeza (VIII)

Libertad, motor del progreso (III): propiedad privada, privatización y mano invisible.

Otro de los principios en los que se basa el sistema capitalista es en la confianza de la libertad individual, por encima del paternalismo. El individualismo será más eficiente, tanto económicamente como socialmente, que cualquier decisión adoptada por una oligarquía.

Si dividimos los recursos mundiales entre el número de personas que pueblan la Tierra y le otorgamos a cada uno su proporción correspondiente para su usufructo, el mundo funcionará mejor que si todos los recursos en su totalidad pertenecen, comunalmente, a todos los individuos.

En primer lugar, estamos programados para ser únicos, lo que significa que unos trabajarán más que otros, se esforzarán más; en consecuencia, los que trabajen más, los que más beneficien al mundo, deberán ser recompensados en la proporción exacta a su contribución, ya que, de lo contrario, nadie tendría incentivos para perfeccionar el mundo. Se trata de identificar enrriquecimiento personal con el enrriquecimiento social: si una persona aumenta el bienestar o la potencialidad vital de la sociedad, ésta debe enrriquecerse, precisamente, por enrriquecer a la sociedad.  Sin entrar en el debate de quién enrriquece más o menos, lo que es taxativo es que el trabajo intelectual aporta unos beneficios inconmensurables, pues las buenas ideas son eternas y muy escasas (requieren mayor esfuerzo y mérito).

Así como un estudiante que se despreocupa por sus exámenes y recibe una nota baja y el que se preocupa y obtiene una nota alta, el trabajador (o persona) que más trabaje y más beneficie al mundo deberá ser compensado en la misma proporción. Esto es indudable.

Empresa, corazón del organismo social.

Esto es lo que ocurre actualmente con las empresas. Sin embargo, muchos no lo ven así. Los más extremistas llegan incluso a afirmar que «las grandes empresas se convierten en organizaciones criminales, las organizaciones criminales en grandes empresas y la economía en la imposibilidad de distinguirlas». Pero, nada más lejos de la realidad. Las organizaciones criminales ejercen el poder coactivo (por ejemplo, el terror o la violencia) para conseguir sus objetivos, mientras que cualquier empresa intenta aumentar el valor añadido de la sociedad, satisfacer necesidades latentes (¡ojo!, no crearlas), que la demanda se sienta atraída por el output de la empresa. En este sentido empresarial, en el capitalismo, se producen relaciones de intercambio (entre empresarios y consumidores) que benefician a ambas partes; los consumidores se ven beneficiados por la creación de valor (por ejemplo, de simples recursos naturales, se obtiene un teléfono móvil para podernos comunicar a distancia) y los empresarios se ven también beneficiados directamente por los ingresos e indirectamente por su capacidad de crear riqueza.

Este es el resultado de la propiedad privada, de repartir el mundo entre individuos en lugar de compartirlo todo comunalmente. Es, además, coherente, pues sabemos que el ser humano es autoconsciente, lo que implica finalmente en la necesidad de propiedad privada. ¿Por qué, si no, las moras de los parques públicos se arrancan antes que en la propiedad privada? ¿Por qué, si no, la calle está más descuidada que la propia casa? ¿Por qué, si no, un batido compartido se acaba antes que si cada uno se bebiera su parte por separado?

Por ejemplo, las empresas públicas (RENFE, Correos, Aena, etc.) no son eficientes: pertenecen a todos, es decir, a nadie. Mientras Inditex intenta, por todos los motivos, aumentar el bienestar del cliente para que acuda a su tienda (y, así, obtener los consiguientes beneficios), RENFE no tendrá estos incentivos (los de mejorar a la sociedad, para obtener beneficios) porque, en primer lugar, las empresas públicas están cercanas al monopolio y, en segundo lugar, las pérdidas de estas empresas son sufragadas por el propio Estado. En definitiva, la función empresarial, de competencia, de obtener beneficios, de crear y entregar valor al cliente, no será prioritaria. Por este motivo, a todos los individuos les conviene la privatización.

En definitiva, este sistema funciona por la libertad que existe, la cual, permite intercambios libres entre dos partes, que se benefician mútuamente. En un sistema capitalista, el cliente y el dependiente, en la transacción, se darán mútuamente las gracias (literalmente), mientras que en otros sistemas se debe aceptar lo impuesto a veces a regañadientes.

Capitalismo: Un sistema a la cabeza (II)

Respuesta a las objeciones: Medioambiente

Continuando con la sección sobre el capitalismo, lo más razonable es responder a las críticas que ha recibido, despojarlo de toda crítica falaz y veleidosa, antes de explicar con detalle el mismo.La segunda parte de esta sección versará, por tanto, sobre las objeciones al sistema, centrándose, cada fascículo, en una objeción.

Suele hablarse estos últimos años de un «fallo del mercado» haciendo referencia al cambio climático, el agujero de la capa de ozono, la lluvia ácida, la desertización, el efecto invernadero, la oscuridad global. En definitiva, a los efectos perniciosos que la humanidad está causando al globo. Esta crítica culpa al sistema capitalista del origen de estos problemas medioambientales, ya que -dicen ellos- las fábricas y la industria -baluartes del capital- son responsables del 99% de la contaminación del planeta. En efecto, la industria -con aplastante mayoría- es la generadora de todas las contaminaciones y de la involución natural del planeta. Pero esto no es atribuible al sistema capitalista, sino más bien a la convivencia en un mismo lugar de dos sistemas tan dispares como la propiedad común, por un lado, y la propiedad privada, por otro. Esto causa efectos tan perniciosos como los que he nombrado con anterioridad y provoca que un determinado propietario se apodere de la propiedad común o ejerza influencias sobre ella.  De modo que la crítica es falaz al atribuir estos efectos al sistema de propiedad privada, cuando, en realidad, el culpable es el sistema de propiedad común, inmiscuido en el Capitalismo. Veamos por qué: Adam Smith postuló en el año 1776 la genial idea de que si cada individuo actúa de forma natural, atendiendo a sus intereses personales, la sociedad general estará lo mejor regida posible. La mano invisible. Pero, no se confundan: el Capitalismo no es ubicuo, existe únicamente donde está la propiedad privada. Y, legalmente, el medioambiente no lo posee nadie, produciéndose lo que se conoce como tragedia de los bienes comunes. Este vacío legal, esta falta de extensión del Capitalismo es el causante de los perjuicios a la Naturaleza. Por tanto, cuando no existe una propiedad privada, el egoísmo del hombre no genera beneficios a la sociedad, porque, al no poseer parte, sus intereses pueden ir en contra de la humanidad.

De este modo, si el medioambiente pasara a convertirse en propiedad no común y, consiguientemente, cada empresa estuviese recompensada por su aportación no lesiva al medio, se produciría un giro de 180º: todas las aguas descontaminadas, más capa de ozono que nunca, sistema de efecto invernadero optimizado, congelación de las fluctuaciones climáticas. No obstante, hacer llegar el Capitalismo a todos y cada uno de los lugares también parece una utopía. Desconvertir los bienes comunes por antonomasía es realmente complicado, por lo que, en estos bienes, es dónde únicamente el Estado podría intervenir (impuestos verdes, subvenciones en  energía renovable, …) convirtiendo, así, en lucrativo la purificación de lo común (sanidad, educación, medioambiente, …). La solución está en convertir en rentable aquello que no lo es para las empresas, pero que, sin embargo, si lo es para el conjunto de los seres vivos. En rigor: capitalizar lo común.

De hecho, en Europa, se está avanzando en este sentido y se está implantando el comercio de derechos de emisión. Consiste en que el Estado establece un límite global de contaminación (permisible para la Naturaleza) que se divide y reparte entre las empresas. Además, entre ellas pueden comerciar con estos derechos. Así, una empresa que no haya contaminado verá aumentados los ingresos, ya que otra empresa necesitará ese plus para contaminar más, empresa que verá reducidos sus beneficios. También, el Estado podrá incluir un arancel en este tipo de comercio para que en el intercambio de derechos de emisión, todos nos veamos aún más beneficiados y los impuestos como el IVA podrían experimentar una ligera reducción. Cuando hablo de aranceles, en el sistema capitalista estos solo tienen sentido cuando, sin intervención del Estado, el interés empresarial es contrario al social. Cuando el interés individual coincide con el general, los aranceles únicamente entorpecen el comercio y el proteccionismo tendría como resultado, a medio y largo plazo, el desproteccionismo. Esto supliría el vacío legal del que hablábamos y hace lucrativo (y general la competencia en) la purificación medioambiental y, además, el Estado puede ir reduciendo paulatinamente el límite de contaminación a medida que las tecnologías verdes, como el coche eléctrico,van desarrollándose.

En definitiva, los perjuicios al medioambiente no son un exceso capitalista, sino un defecto. Pero como sigue, igualmente, siendo un vicio hay que solventarlo extendiendo aún más el sistema. Esto demuestra que el Capitalismo debe expandirse más que nunca, necesitamos la segunda parte del derrumbe del muro de Berlín.