Si no supiera economía, estaría en contra de los recortes.

Así es. Seguramente, si no hubiese estudiado muchas de las leyes que se dan en la interrelación entre individuos, si no supiera cómo funcionan muchos de los procesos de mercado más sencillos que se pueden dar, seguramente en este momento estaría manifestándome por las plazas españolas enfurecidamente contra los recortes presupuestarios, no sólo de gobierno de Zapatero y Rajoy, sino de prácticamente todos los gobiernos del mundo.

¿Cómo podría en ese caso aceptar una bajada del 5% del salario de mi madre en el año 2011, otro 5% en este año 2012, una subida del IRPF, dos subidas del IVA (la de Zapatero y la que probablemente vendrá este verano)? ¿Cómo voy a estar a favor de que me suban las tasas universitarias y me aumenten los niveles académicos para que me den beca? ¿Cómo voy a aceptar, tan defensor de la ciencia como yo soy, un recorte en la inversión en I+D+i del 25% en plena recesión? ¿Estoy tonto o qué!

La respuesta es muy sencilla. Empecemos por los orígenes. El sector público español ha sido el principal beneficiario de la burbuja inmobiliaria, de la exuberancia irracional, que se produjo desde el año 2001 hacia el año 2008, donde la recaudación crecía anualmente por encima del 10%. Esta exuberancia irracional permitió que el sector público se expandiese de forma inusitada, incrementando y creando nuevos derechos sociales, aumentando las becas, reduciendo tasas, bajando impuestos, aumentando subvenciones, etc. Y todo ello no porque el político fuese un buenazo, sino porque con ello captaría votos y accedería al poder.

Actualmente, la economía esta recobrando la racionalidad y estamos volviendo a tener los pies en la tierra. ¿Qué era eso de poderse comprar varias casas sin tener trabajo, ni ingresos, ni avales? Incluso he conocido casos extremísimos en los que una familia, al no tener dinero para comprarse una vivienda, optó por comprarse dos a crédito, vender la segunda casa a un precio mayor en el futuro, y con ese beneficio pagar la primera casa. Eso se acabó: el precio de la vivienda está bajando poco a poco a su valor real. El millón de casas que hay ociosas refleja que no es posible crecer construyendo más casas, pues es algo que no está demandado, y, por tanto, sobran trabajadores y empresas de la construcción y aledaños.

Por este motivo, el sector público ha experimentado una caída en los ingresos de enormes proporciones (las mismas proporciones a los que crecían durante la burbuja). Por ello, de la misma manera que el sector público se hipertrofió en la época de la abundancia, ahora debe de ajustarse a la realidad y atrofiarse: reducir y eliminar derechos sociales, reducir subvenciones, recortar en las partidas que antes crecían, etc.

Si no supiera nada de la burbuja, de la crisis, de los ingresos y gastos, ahora, en lugar de escribir esto, estaría manifestándome, enfudado en una camiseta verde.

Pero, además, ¿qué ocurriría si el sector público decide mantener el nivel que tenía durante la burbuja y decide no recortar y no ajustarse a la realidad de la actividad económica? Pues que ese Estado tendrá déficit, es decir, gastará más de lo que ingresa. Y eso es lo que muestran muchos Estados: no se han ajustado todavía a la realidad económica, presentando abultados déficits.

“Bueno, ¿y qué?” –podría preguntarme, si no supiera el efecto que tiene esto sobre las propias cuentas públicas.

Lo que ocurre es que, como es lógico, nadie puede gastar algo que no tiene. Si quiere gastar más de lo que ingresa, tendrá que pedirlo prestado. En el momento que alguien se convierte en deudor, pasa a estar sometido a su acreedor. El acreedor puede, en cualquier momento, decidir no prestar más dinero, si no le interesa, pues el dinero es suyo. Además, nadie es tan tonto de dar mil euros a un desconocido para que se los devuelva dentro de diez años. Obviamente, dentro de diez años quiere que le de, unos 1.300€, es decir, con un interés al no disponer del dinero durante todo ese tiempo. Y si, además, existe el riesgo de que no se devuelva el dinero que prestó, el interés subirá.

Y, en este sentido, no es extraño encontrar en las leyes, artículos como el siguiente, para evitar que el ahorrador deje de prestarle dinero al Estado:

El pago de los intereses y el capital de la deuda pública de las Administraciones Públicas gozará de prioridad absoluta frente a cualquier otro gasto.

Artículo 14 de la Ley Orgánica 2/2012, de 27 de abril, de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera.

¿Qué pretendo decir con esto? Pues que no ajustarse a la realidad, no reducir el tamaño del sector público, tiene un precio: dedicar en el futuro más fondos a pagar la deuda y sus intereses, quedando cada vez menos dinero para prestaciones sociales y otros conceptos. Es decir, no recortar es comprar tiempo presente, pagándolo con nuestro futuro. Dicho de otro modo: es mantener nuestro nivel de gasto actual, a costa de reducirlo mucho más en el futuro. En definitiva: no recortar es recortar mucho más en el futuro.

Pero, además, sabemos que los recursos que van al Estado, dejan de ir a otros lugares. Si el estado requiere más fondos para su funcionamiento, el resto de la sociedad los perderá en incremento del sector público. Por este motivo, recortar en el Estado, también equivale a canalizar más recursos hacia el sector privado.

Por ejemplo, el gasto en I+D+i estatal no presenta una clara correlación con los resultados en investigación. Por mucho que el Estado gaste, esto no va a asegurar que se obtengan mejores resultados. Además, ¿qué sabe un político en qué y en qué no debe de destinar el dinero en un país? Es imposible que su decisión sea acertada, pues no conoce las circunstancias particulares de cada necesidad de desarrollo tecnológico, ni de cada investigador, ni de cada laboratorio, etc.

Todos los estudios sobre el tema demuestran que la mejor innovación es la que se produce en el seno empresarial, en la parte privada de la economía, donde se inicia una investigación tras el descubrimiento de un problema o una necesidad latente y no al revés como ocurre en el Estado: buscar necesidades latentes para justificar una innovación previa.

Por tanto, que el Estado recorte en I+D+i supone abrir paso al sector privado, más eficiente en este capo, en el desarrollo.

¿Qué producto revolucionario conocen que se haya desarrollado en un Estado? A mí no me viene a la mente ninguno. ¿Y en el sector privado? Tengo la mente llena de ejemplos: el automóvil, el ordenador, el libro electrónico, etc.

En definitiva, estoy seguro que si no hubiese estudiado economía, si no viera todo lo que existe en el mercado más allá de la provisión pública, desearía justamente lo contrario de lo que deseo actualmente: aumentar el gasto en todas las partidas, las subvenciones, dar más becas, aumentar el número de funcionarios para absorber parados, incrementar el salario mínimo, etc.

Como sentenció Mario Vargas Llosa en su último artículo:

Intentar lo imposible sólo da excelentes resultados en el mundo del arte y de la literatura; en el de la economía y la política sólo trae desastres. Y la prueba es la crisis que ahora vive Europa, y, en ella, principalmente, los países que gastaron más de lo que tenían, que construyeron Estados benefactores ejemplarmente generosos pero incapaces de financiar, que se endeudaron más allá de sus posibilidades sin imaginar que también la prosperidad tiene límites, que inflaron sus burocracias a extremos delirantes y ocultaron la verdad de la deudas y la inminencia de la crisis hasta el borde mismo del abismo por temor a la impopularidad. Todo eso tarde o temprano se paga y no hay manera de evitarlo.

Mario Vargas Llosa

Algunas cosas sobre la especulación

En sus inicios la filosofía se trataba de una especie de especulación científica para explicar el mundo. Los babilonios pensaban que la Tierra flotaba sobre el agua. Muchos griegos formulaban diversas teorías para explicar el mundo. Anaximandro dice que el principio de los entes es la «Physis», que no se explica fácilmente. Heráclito hablaba en cambio de un ser desconocido, «porque la naturaleza ama ocultarse». Sólo por citar algunos ejemplos. Desde hace algún tiempo la ciencia y  filosofía se han parecido un poco. Desde Aristóteles y su lógica, que después se usó y se transformó para ocuparse en la creación de computadores (lógica simbólica). El caso de Stephen Hawking es ejemplar porque el ya especuló sobre ciertas cosas que pasarían en el futuro por ejemplo en el supuesto de una nave con mucha velocidad viajara de vuelta a la Tierra (viajaría al futuro). Las distintas teorías de la física especulan por ejemplo sobre distintas dimensiones, en cierta forma no han probado nada porque desde el punto de vista empírico nadie la

s puede observar. Es la tecnología la que debería llegar a demostrar que existan mediante el método experimental. Finalmente quiero decir que algunas teorías matemáticas nisiquiera tienen aplicación en la realidad… y a como no tienen error en lo absoluto se sabe que estas teorías podrían tener aplicación en el futuro (así como la lógica deA.). Si bien es cierto que algunas de estas teorías no tienen aplicación en ningún campo humano, y tampoco se sabe bien como se relacionan estas con la realidad (independiente que sean ciertas) se dice que entran en el terreno de la especulación.

Teoría del involucionismo

Según Darwin, en el origen de las especies, «El resultado final es que todo ser tiende a perfeccionarse cada vez más en relación a sus condiciones. Este perfeccionamiento conduce inevitablemente al progreso». Es decir, la Selección Natural se encarga de adaptar a todos los seres vivos a las condiciones en las que se encuentran. Pero, esto no implica necesariamente -como Darwin afirmó- que este perfeccionamiento relativo a las circunstancias conduzca al progreso, sobre todo en el ser humano. Veamos por qué.

Antes, debo recordar que el trabajo de Charles Darwin se ha ido perfeccionando con el paso del tiempo (paréntesis darwiniano se le ha llamado a este perfeccionamiento). Hoy en día, en el ser humano, se consideran dos tipos de evolución: una, la que se produce en la especie, a lo largo de millones de años (evolución vertical); otra, la que se produce a lo largo de la vida de un individuo (evolución horizontal). La última (la que se produce durante la vida) es muy reciente, debido a que está sustentada en los últimos descubrimientos genéticos (epigenética), que ponen de manifiesto que el individuo tiene el poder de apagar o activar parte de su genética, a lo largo de su experiencia. Dicho eso, veámos porque la evolución no implica necesariamente el progreso absoluto.

En primer lugar, en un mundo globalizado, ya no importan tanto las circunstancias particulares. La revolución de los transportes y las comunicaciones han provocado que los aspectos incondicionados, libres de toda circunstancia, sean preponderantes. Actualmente, tenemos al alcance de la mano una radiografía de casi todos los pueblos del mundo, un análisis detallado de sus constumbres y de su manera de proceder. Y, como es natural, tendemos a compararnos continuamente con el mundo. Esto implica que tenemos un referente global con el que comparar un aspecto particular; es decir, podemos tomar un individuo cualquiera y ver el grado de adecuación con la humanidad.

En segundo lugar, la historiografía ha avanzado tanto que poseemos un espectro de conocimientos lo suficientemente amplio como para determinar las características esenciales del hombre. La historia nos proporciona un gran número de circunstancias particulares en las que el hombre ha vivido. Grecia, Roma, Egipto, Edad Media, Renacimiento, etc. Este hecho también nos proporciona un certero metrónomo con el que comparar a cualquier individuo. Así, sabremos si, en general, hemos superado a las civilizaciones antigüas o, en particular, si un individuo cualquiera, como Belén Esteban, es inferior a Leonardo Da Vinci.

Evolucionamos con respecto a nuestra experiencia, a nuestras circunstancias particulares; esto es, nos perfeccionamos con respecto a nuestro entorno. Ahora bien, ¿qué significado tiene en la evolución que el hombre tenga un concepto bien formado sobre sí mismo? Esto quiere decir que, aunque seamos pefectos relativamente a nuestro entorno, podemos tener una ligera idea si somos tan (o no tan) perfectos con respecto a la idea general del ser humano. Dicho de otra forma: siempre evolucionamos atendiendo a nuestras condiciones, como descubrió Darwin; pero no siempre evolucionamos atendiendo a lo general. Por tanto, la involución, al menos en el hombre, es posible.

Así, es posible que, en un período concreto de nuestra historia o en un lugar específico de nuestra geografía, se generen unas condiciones tan negativas, que respecto a las cuales el individuo tenga que adaptarse, al mismo tiempo que involuciona a en términos absolutos. O, de lo contrario, será imperfecto en sus circunstancias, pero no tan imperfecto con respecto al mundo.

Es importante aclarar que la evolución vertical y horizontal, la evolución de la especie y la del sujeto, son, a priori, independientes. Es decir, la evolución del individuo no está relacionada con la de la especie. Por tanto, la responsabilidad de la involución del hombre como especie no recae sobre nadie, ya que el único factor que influye en la misma es la condición a la que nuestra naturaleza debe de adaptarse. Por otra parte, la evolución del sujeto, durante su vida, es responsabilidad suya, ya que tiene la capacidad de elegir entre diferentes tipos de circunstancias. En última instancia, lo que afirmamos es que evolución horizontal y vertical no se solapan, ya que la evolución que se produce durante la vida se transfiere muy difícilmente a los descendientes (se resetea casi toda la información genética en los gametos).

Veámos unos cuantos ejemplos. En la evolución de la especie (vertical), puede provocarse un cambio radical en las condiciones ambientales que oblige a la genética de los seres a involucionar como especie, perfeccionándose en relación a esas condiciones. Por ejemplo, sabemos que un caso de involución como especie es la que se produjo en la extinción de los dinosaurios. Se cree que impactó un meteorito de grandes dimensiones y llenó la atmósfera varios años de polvo, impidiendo que la luz del Sol llegase a la superficie terrestre. En consecuencia, la vida tuvo que adaptarse a esas nuevas condiciones, involucionando. En la evolución del individuo, puede también producirse una involución. Imaginémonos el caso hipotético de que nace un bebé con capacidades intelectuales enormes, en un país africano y sus padres mueren al poco tiempo. El bebé no es estimulado lo suficiente y su cerebro, por adaptación, elimina aquellas neuronas que no son estimuladas. En consecuencia, el niño terminará siendo inteligentemente inferior a la media mundial.

Es evidente que nos adaptamos a las circunstancias, pero ésto no ha conducido inevitablemente al progreso.

Muchas veces, como individuos, podemos modificar, conscientemente, nuestra evolución como personas, al tomar decisiones. Estudiar o no estudiar, ingerir alcohol o no hacerlo, mantener «amigos» que me perjudican o no mantenerlos, hacer caso de los consejos de los expertos o no, comer sano o no, hacer deporte o no, etc. Esta es otra de las disyuntivas que se produce en la vida: «¿debo de adaptarme a tal circunstancia, aunque ello me reporte una involución de mi persona?».

Como fenómeno para que penséis sobre esto, os diré que el cerebro está reduciéndose cada vez más en el homo sapiens actual. ¿Es esto una evolución o una involución? Agradezco vuestras reflexiones.

Para ser feliz hay que ser efímero e infinito

Estoy seguro de que todo el mundo tiene muy en cuenta el nivel de felicidad. A pesar de que algunos dicen que buscar la felicidad es sumergirse en una búsqueda sin fin, que buscar la felicidad es no encontrarla, me atrevo a asegurar que también la buscan indefectiblemente. En definitiva, es la única fuerza en el ser humano, lo único que adquiere sentido, lo único a lo que aspiramos: queremos ser felices.

En contraposición, aunque todos quieren serlo, el concepto, a pesar de ser una abstracción, es muy subjetivo, ya que depende de la persona en cuestión. Hay de todo. Unos piensan que la felicidad es el carpe diem, otros el placer continuo, otros el amor, otros la autorrealización; tenemos incluso científicos que creen haber encontrado la fórmula de la felicidad. Eduardo Punset asegura que la felicidad es la ausencia del miedo y que la «sala de espera de la felicidad» es preferible a la felicidad en sí. Nos ejemplifica esta idea, con una simple analogía: un niño disfruta más abriendo el regalo de Navidad, que jugando con él; libera más dopamina.

Yo, como todos, tengo una idea de la felicidad y quiero compartirla con vosotros. Reconozco que me costó encontrar lo que, de verdad, significaba para mí ser feliz; no lograba entender claramente en qué consistía. Obviamente, sabía cuándo era feliz y cuándo no, pero no tenía una norma general para ser feliz. A día de hoy, creo haber mejorado en esto un poco.

Y considero que tiene que ver bastante con el tiempo (pasado y futuro) y con la consciencia de uno mismo (autoestima). Todos -religiosos o no- sabemos que algún día vamos a morir y el miedo nos corroe con la idea de dejar de existir, de dejarnos proyectos sin acabar. Aunque pensemos que viviremos en otra vida, no la conocemos y dudamos bastante de la idea, porque no hay fundamentos sobre ello. Principalmente, esta es la fuerza más negativa de nuestra vida y, en mi opinión, cuanto más feliz eres, menos presente está la susodicha idea.

Solo existe una forma de contrarrestar el miedo, el verdadero miedo, el miedo a dejar de ser: sentirse infinito y eterno. Cuando una pareja hace el amor, se siente infinita. Cuando saboreamos con fruición la comida, perdemos la noción del tiempo. Cuando nos reproducimos y formamos una familia, parte de nosotros seguirá ahí, infinita, cuando dejemos de existir. Muchos escritores, lo son, porque su forma de ser feliz, de alcanzar el infinito es convertirse en eternos, dejando a la posteridad sus palabras. Los científicos buscan encontrar leyes naturales, que permanezcan invariables en el tiempo. ¿Por qué, si no, Stephen Hawking tiene ese buen sentido del humor?

Por tanto, la felicidad no es más que la unión entre alegría y tristeza; es decir, solamente se puede ser plenamente feliz, verdaderamente feliz, si, cuando disfruta, es consciente de la tristeza. Por eso, ser feliz es ser efímero y sentirse infinito.

Así que la mejor recomendación que podría dar a alguien que se sintiese mal es que intentase tener una pasión, algo que le enfrasque tanto que olvide el tiempo, un proyecto infinito.

No son necesarios los recursos, sino el conocimiento.

Malthus se equivocó

El célebre economista Thomas Malthus afirmó ya hace muchos años que mientras que la producción crece artiméticamente, la población lo hace geométicamente y, por tanto, habrá un momento en que haya más personas que recursos. Tras esta afirmación la población creció sin precedentes (en Gran Bretaña pasó de 5 millones de habitantes a 21 en menos de una centuria), y, aún así, el bienestar medio creció ostensiblemente: se inició la Primera Revolución Industrial. Malthus pinchó en hueso: no tuvo en cuenta el poder multiplicador de la tecnología.

Actualmente, hay numerosas mentes, al igual que Malthus, que afirman que un aumento de la población puede ser catastrófico o, al menos, reducirá paulatinamente el bienestar. Su principal argumento es el de que los recursos son limitados, mientras que el hombre puede crecer (y gastar) sin ningún límite.

Ahora bien, de nuevo al igual que Malthus, el argumento de los susodichos es falaz porque no tiene en cuenta que la tecnología puede multiplicar los recursos en la proporción deseada. En la prehistoria, los homínidos apenas subsistían, sin más recursos que la recolección o la caza. Actualmente, casi 7.000 millones de personas en el planeta subsisten con un bienestar bastante mayor que los hombres prehistóricos. ¿Dónde está el truco? De nuevo, en la tecnología. Y si algún pueblo permanece aún en el subdesarrollo, se debe -y esto es taxativo- a la carestía de tecnología. Por tanto, ni más ni menos, la solución está en la adopción de tecnología.

¿Qué introdujo la agricultura? Poder cultivar alimentos casi indefinidamente, evitando la recolección. ¿Y la ganadería? Cuatro quintos de lo mismo. Por extensión, los fertilizantes y la maquinaria aumentaron la eficiencia del sector agroganadero, permitiendo, en el siglo XX, que un solo agricultor pudiese alimentar a más de 43 ciudadanos.

¿Que avance supuso la energía nuclear? Generar grandes cantidades de energía, sin necesidad de recurrir a combustibles fósiles. Y a quién no le guste este tipo de energía por la radioactividad, que se espere a la energía de fusión, unos veinte años, la cual, permitirá producir sin coste alguno energía a borbollones. Con esta tecnología, la energía será tan abundante o barata como el aire.

Bien, entonces ¿por qué se arguye que los recursos son limitados? Quizá porque se peque de miopía y no se vislumbren en un futuro nuevas tecnologías que multipliquen las posibilidades. Es muy probable que, en poco tiempo, el hombre pueda volver a la Luna o incluso a Marte y seguir extrayendo recursos. Como dijo Jacque Fresco, cualquier cosa concebida por el hombre, puede ser construida. Por ejemplo, me viene a la mente la posibilidad de poder modificar nuestro ADN (biotecnología), para poder alimentarnos, como las plantas, por fotosíntesis, sin necesidad de comer.

Aún así, podría también llegar el momento en el que se agoten recursos indispensables para vivir: espacio y agua. De momento, el espacio en el planeta Tierra no plantea mucho problema, pues hay grandes regiones del planeta deshabitadas y, además, pueden construirse edificios muy altos. De todos modos, para cuando llegue el día en el que el espacio sea tan escaso como el oro, seguramente ya estemos habitando en otros planetas. ¿El agua? Parece que, de momento, tampoco es un problema, ya que puede volver a purificarse e incluso puede fabricarse.

Es posible vivir con índices increíbles de bienestar en un mundo masivamente superpoblado, el único límite es nuestro conocimiento, la tecnología, como afirma Eduardo Punset: «lo que importa no es si seremos dos millones más o dos millones menos, si es justa la edad de jubilación o injusta, sino el nivel y la difusión del conocimiento; es decir, la reforma educativa».

Es más, cuánto más crece la población, más posibilidades hay de desarrollar nuevas técnicas y más acusada avanza la ciencia, pues más científicos y mentes brillantes y, por tanto, más ideas y puntos de vista habrá para aumentar el bienestar del hombre.

Anatomía del optimismo

Como bien saben los psicólogos, psiquiatras y neurólogos, todo tiene un fundamento físico en el cerebro. Por ejemplo, el mal humor, que básicamente consiste en una carestía de un conglomerado de los siguientes neurotransmisores: dopamina, oxitocina y endorfina.

¿Significa esto el fin de la psicología? No, pues, aunque sabemos fehacientemente que todo tiene un fundamento físico, éste, en numerosas ocasiones, es imperceptible, pues estamos hablado de escalas microscópicas. Y, aunque fuera perceptible, muchas veces es imposible solucionarlo con las técnicas actuales. En estos casos, funciona la psicología: utilizar los propios instrumentos intracerebrales (con terapias de grupo, modificación de la conducta, cambio de ambientes, etc.) para que ese daño físico se repare, sin necesidad de intervención.

Ahora bien, esto no quita que la neurología, poco a poco, vaya ganando terreno. Por ejemplo, hoy sabemos que el optimismo y el pesimismo tienen su fundamento físico. A saber: el cortex prefrontal podemos dividirlo en izquierdo y derecho; del izquierdo emana el pensamiento positivo (optimismo) y del derecho el negativo (pesimismo).

Corteza prefrontal

Esto quiere decir que todos alternamos el pensamiento positivo y el negativo a lo largo de nuestra vida, lo cual es una buena noticia. Pues si tenemos una perspectiva pesimista y otra optimista, la síntesis a la que llegamos es realista, es decir, más objetiva. No obstante, como el cerebro de una persona no es idéntico al de otra, también podemos concluir que, dependiendo de la estructura del cortex prefrontal (izquierdo y derecho), una persona tendrá tendencia al optimismo o al pesimismo.

Para más inri, también se ha descubierto una correlación entre la actividad del cortex prefrontal izquierdo (optimismo) con la probabilidad de contraer un resfriado. O sea, que si eres más optimista, a la larga, tus defensas serán mayores y, en consecuencia, te resfriarás menos.

Otro golpe más, no sólo a la psicología, sino a la voluntad (libre albedrío) humana, pues esto demuestra que somos una marioneta a manos de nuestro cerebro: no somos optimistas (o pesimistas) a voluntad, sino dependiendo de nuestra estructura cerebral.

Cultura y personalidad

Hoy, en cualquier momento, podemos tomar un avión y viajar a -prácticamente- cualquier lugar del planeta que deseemos. Se dice que viajar es un privilegio, que enrriquece al viajero, porque se conocen otras culturas, estilos de vida, personalidades, historias. Asimismo, la literatura -y conocer otras lenguas, como ya apuntó Daniel Soler, en otro post- también nos irradia de tolerancia, comprensión, empatía y sensibilidad hacia el otro. Además, nos llena de visión global, alejándonos del ensimismamiento de nuestra cultura, despojándonos del sectarismo local.

Lo que acabo de escribir es perogrullesco, pero es uno de los cambios estructurales más importantes en la especie humana: el desarrollo de las estructuras culturales. Remontémonos hasta la Edad Media. Allí, era extremadamente excéntrico que una persona media pudiese viajar a otros países. Tampoco hace falta que nos vayamos tan lejos: hasta finales del siglo XIX, todavía existían duras restricciones a la emigración. ¿Qué pretendo decir con esto? Pues que hasta hace relativamente poco tiempo, jamás el hombre ha podido, libremente, disfrutar del conocimiento de las otras organizaciones de la sociedad: antaño, no existía tanta diversidad cultural, debido, en parte, por la escasa población mundial; y, cuando afloró la diversidad cultural, como sabemos, la emigración no era posible. El caso es que, hasta ahora, nunca un ser humano ha podido conocer a otro nacido en las antípodas, tanto geográficas como culturales. Podemos, así, decir que el hombre ha ascendido un peldaño más y se ha convertido, no solo en un animal cultural, sino en uno metacultural.

Esto también tiene sus respectivas implicaciones psicológicas. La diversidad purifica la mente humana. Sabemos que la monotonía, la repetición y la costumbre terminan desencadenando una cierta alienación. El cerebro se especializa tanto en una actividad (a base de repetición) que ya no es posible realizar otras. Por este motivo -científico-, este hecho moderno beneficia al ser humano, lo perfecciona aún más.

Basta con experimentarlo. Observemos un sujeto con nulos conocimientos de otras culturas (o lenguas o, en último término, literatura) y observemos su grado de tolerancia y sectarismo. Lo trascendental no es que tolera menos, sino que su personalidad, su dignidad (o validez como individuo de la especie humana) es menos perfecta. El conocimiento de otras culturas permite al sujeto obtener información del ser humano (y, por tanto, de sí mismo, en cierto modo) en multitud de circunstancias y, así, tener una visión histórica y global sobre la especie humana, de lo que es capaz y de lo que no. Por extensión, la adquisición del cultura reduce el riesgo de guerra, porque los individuos se ven como miembros de un único conjunto (la especie) y no como contrincantes irreconciliables.

¿Por qué es tan beneficioso impregnarse de toda cultura? Porque, como atisbamos antes, ofrece un abanico de estilos de vida y permite al individuo saber no sólo su forma de vivir, sino muchas más. En consecuencia, la libertad aumenta exponencialmente: tal individuo puede llevar la vida de la cultura que más le apasione, que más se adapte a su personalidad. Además, se producen mezclas extraordinarias entre distintos elementos culturales produciendo una cultura única para cada individuo, adquirida, sin embargo, por retales de otras culturas. Y, obviamente, los retales que seleccione el individuo serán más perfectos para él que si hubiese adquirido la totalidad de una cultura concreta, sin visión periférica de ninguna otra.

He argumentado que el conocimiento cultural aumenta la libertad y la personalidad. Ahora bien, ¿qué ocurre cuando un individuo se especializa en una cultura? Como afirmamos antes, el individuo es má perfecto si es versátil, si conoce la multiplicidad humana y no utiliza el exceso de la especialización. Por esto, un sujeto aferrado a su país o región tendrá menos libertad, personalidad y tolerancia. En este sentido, especializarse en un ámbito cultural (sin tener visión periférica) lo denomino descultura, pues no perfecciona la vida de la persona y absorbe la personalidad del individuo. Por ejemplo, alguien que se adentra tanto en las costumbres religiosas como las procesiones que aquéllo es lo único que da sentido a su vida; hasta el punto de denigrar otras costumbres religiosas.

La adquicisión del metacultura (conocer culturas), es el camino hacia el progreso, pues purifica personalidad, libertad, tolerancia y, en definitiva, hace más viable la paz y la concordancia entre seres humanos, por muy distintos que puedan parecer.

Desafío al destino: pensamiento y voluntad

ADN

Hasta hace pocos años, los científicos médicos aseguraban que todo el dinamismo del hombre no era más que el reflejo de su genética. Esta visión genetista ensombrecía conceptos usados por los filósofos desde hace miles de años (alma, libre albedrío, etc.) Para estos científicos, todo era material, más concretamente, genética.

Afortunadamente, esta visión genetista se demostró falaz (o, al menos, incompleta), tras un experimentos en ratones, que demostró que el ambiente influye decisivamente en el comportamiento, aún teniendo idéntico genoma. Y, en el ser humano, todavía más. Basta con utilizar los experimentos que la historia nos brinda para comprobarlo: el cerebro de un hombre se moldea conforme a las circunstancias; por ejemplo, un hombre de la Edad Media es radicalmente diferente de un hombre actual, pese a compartir el 99,999 % de idéntico ADN. Si realizamos un clon y lo cambiamos de ambiente, al cabo de unos años se diferenciaran enormemente, incluso físicamente, si tenemos en cuenta el «efecto Miguel Angel» (hace referencia al cambio físico que se produce en las personas, en relación al ambiente donde viva, sobre todo en relación a las personas con las que interactúa. Este efecto explica porque hombre y su mujer terminan pareciéndose más entre los dos conforme pasa el tiempo).

Vale. La genética no es tan importante; el ambiente le ha ganado terreno. Pero, ¿hay algo más? ¿queda algo más por descifrar? Recentísimos hallazgos evidencian que, en la conducta humana, hablar tan sólo de ambiente -¡que ya es decir!- y genética es una visión radicalmente reduccionista. Por ejemplo, la epigenética pone de manifiesto que podemos cambiar el modo en el que los genes se expresan, mediante nuestros hábitos. En palabras del epigenetista español más importante, Manel Esteller, «todo lo que hacemos deja huellas en nuestro ADN». Parece, pues, que no sólo genética y ambiente nos influyen, sino que están inextricablemente unidos.

Lamarck no se quivocó

¿Recuerdan las teorías evolucionistas de Lamarck y Darwin? Como acontece en multitud de ocasiones en la ciencia, los dos tenían razón: podemos distinguir dos tipos de evolución: la horizontal (que se produce durante la vida) y la vertical (que se produce a lo largo de la historia). Además, otros numerosos descubrimientos ensombrecen todavía más la dicotomía nurture versus nature (ambiente versus genética). Por ejemplo, la plasticidad cerebral y la neurogénesis (creación de nuevas neuronas durante la vida) demuestran que podemos modificar, a voluntad, nuestras capacidades durante la vida. Como contraejemplo, un sentimiento de estrés genera cortisol y glutamato, produciendo muertes neuronales.

En este sentido, según el médico Mario Alonso Puig, existen dos formas de pensar: el pensamiento repetitivo (observa los fenómenos desde la misma perspectica) y el reflexivo (en el que se identifican las relaciones entre las ideas, originando nuevas visiones de los conceptos). En el primer caso, se produce envejecimiento cerebral; en el segundo, rejuvenecimiento. Y sólo basta con modificar nuestra forma de pensar: cambiar de perspectiva, utilizar el hemisferio derecho del cerebro (encargado de asociar ideas y ofrecer nuevas perspectivas).

Llegados a este punto, los interrogantes generados son numerosos. ¿Todo se rige por la famosa fórmula Genética + Ambiente = Personalidad? ¿Hay algo más que genética y ambiente? ¿Dónde quedaría entonces el libre albedrío, la voluntad o el querer modificarse a sí mismo?

En mi opinión, en la conducta humana, además de intervenir infinidad de variables (incontables genes y circunstancias ambientales), participa algo más, de enorme enjundia o importancia: la consciencia, el pensamiento, la voluntad o el libre albedrío. Porque, como sabremos, en nuestra genética llevamos intrínsecos numerosas personalidades, pero sólo una se expresará. Y la forma en que se expresa no vendrá, en mi opinión, condicionada únicamente por las circunstancias, pues el cerebro posee la capacidad de abstracción y generalización, que permite obviar las circunstancias particulares y utilizar el razocinio, aunque, obviamente, con cierto grado de influencia.

La divina perfección

Sabemos que las ideas influyen en el organismo, al contrario que en los animales. Por eso, aunque el ambiente pueda conducionar a una persona a convertirse en delincuente, y la genética también. ¿Por qué no, mediante reflexión, esfuerzo y voluntad, podrá cambiar su «destino natural»?

Por ejemplo, si mi genética me predispone a tener esquizofrenia y, además, mis circunstancias me la originan; ¿podré curarme de ella con el raciocinio y la voluntad? John Nash, matemático y Premio Nobel de Economía, lo consiguió, como refleja la película Una mente maravillosa.

¿Pueden los pensamientos, esas relaciones eléctricas entre millones de neuronas, desencadenadas sumarísimamente, a voluntad, en el cerebro, modificarnos? ¿Puede el cerebro modificarse a sí mismo? ¿Es esto la consciencia? Bien, pues si esto es así, ¡perfeccionémonos!

El hombre y su gregarismo

Los sentidos, las emociones, nos embargan. Nuestra consciencia se alimenta de inconsciencia. El corazón tiene razones que la razón no entiende. Las primeras impresiones, aunque no lo queramos reconocer, son las únicas.

Queda muy bien formalizar, despojarnos de la subjetividad, de nuestra individualidad. Pero, ¿debemos callar de nosotros,  debemos objetivizar, como Kant quería?

Digo esto, porque en el ser humano las emociones irradian a borbollones  en cualquier ámbito que pueda imaginarse y, póngase como se ponga, somos un animal. Y, como todo animal, somos marionetas a manos de nuestros instintos, de las emociones. Y el instinto de supervivencia es el que subyace tras la dinámica del resto de comportamientos inherentes (amor, rabia, búsqueda de la felicidad, diversión, …).

Por ejemplo, en las disciplinas que se caracterizan por la objetividad, por la búsqueda de la verdad, (historia, filosofía, física, química, economía, etc.)aunque aparentemente estén libres de toda inconsciencia, de toda subjetividad, eso es, sencillamente imposible. Por ejemplo, la física: en física, no sólo se tiene en cuenta el mundo en si (que, dicho sea de paso, es imposible observar), sino el sujeto que recibe las impresiones del mundo; es decir, no estudia los fenómenos tal y como son, sino tal y como los vemos, que es muy diferente. Y, fíjense, que he puesto como ejemplo una de las disciplinas más objetivas que existen actualmente (física): con los demás campos, mucho más de lo mismo.

Pero aquí es donde radica el aspecto fundamental del ser humano, la intersección entre objetividad y subjetividad: el gregarismo. En los sentimientos, el hombre necesita del hombre mismo: he aquí el instinto de relación social, de búsqueda del ser amado, instinto paternal, querer a la familia, etc. Bien, pues en cualquier otro estadio de la historia, momento de la vida, intersticio o ámbito de conocimiento, acontecerá exactamente lo mismo: necesidad de apoyo, complicidad, parecerse a los demás, mimetismo, etc.

Volvamos a las ciencias, al saber objetivo. Un conocimiento científico, no es aceptado hasta que una gran parte de la comunidad (científica y pública) lo acepta. La verdad, por tanto, se sustenta en lo público, jamás en lo privado. Ahora bien, y esta es una de las paradojas más dolorosas, la certeza de una afirmación no implica, necesariamente, el reconocimiento de ésta. ¡Cuántas teorías habrán sido demonizadas, siendo ciertas! Personalmente, éste es el epicentro del ser humano: la dialéctica entre la verdad en sí y la verdad reconocida, la que es pública, pues, además, la verdad que es publicada no implica, necesariamente, que sea cierta. ¡Cuántas afirmaciones se darán por apodícticas (necesariamente ciertas), cuando, en realidad, son falaces!

Por tanto, para que en el conocimiento se produzca justicia se tienen que cumplir dos condiciones (una objetiva y otra subjetiva), independientes entre sí; debe de producirse la susodicha intersección. La primera que la afirmación sea cierta y, la segunda, que la afirmación sea conocida, reconocida y compartida por los demás. Da igual que hayas pasado toda una vida aprendiendo que «dos más dos igual cuatro» y que lo tengas demostrado en inumerables páginas, que si, por desgracia, un gran número de personas se empecina en que «dos más dos igual uno», habrás perdido y la verdad, se convertirá en falacia. Entonces, en caso de que se produzcan disonancias entre verdad en sí y verdad pública ¿hay que defender la verdad o hay que sumarse al incosciente colectivo, cumplir uno de los instintos más arraigados en la especie humana: la intersubjetividad? O, dicho de otro modo ¿hay que someterse a los instintos como animal que somos o, por el contrario, debemos de utilizar nuestra capacidad para inhibirlos y defender nuestra verdad, por muy egregia que resulte?