La pobreza paradójica

«Una sociedad que priorice la igualdad sobre la libertad no obtendrá ninguna de las dos cosas. Una sociedad que priorice la libertad sobre la igualdad obtendrá un alto grado de ambas»  Milton Friedman, Premio Nobel de Economía 1976

En tiempos de crisis, la pobreza suele aflorar más que nunca. Se hace más palpable. Y nos hace recapacitar sobre ella y todo lo que le concierne. Es terrible observar que, en un país supuestamente desarrollado, más de cinco millones de personas (el 10 % de la población total) busquen trabajo y no lo encuentren. Lapidario es saber que algunos de tus conocidos tienen que vender su vivienda por no poder pagarla e irse a vivir a la calle.

Minimizar al máximo la pobreza debe ser uno de los objetivos fundamentales de todo país. Evitar la penuria debe ser el primer paso. Por ello, uno de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) es erradicar, de una vez por todas, la pobreza en el mundo. El objetivo de este artículo es, pues, una revisión al concepto de pobreza y propuesta de solución a la misma.

Ante todo, hay que tener en mente que la pobreza no es algo nuevo, traído por la modernidad, fruto de la globalización o el capitalismo. Por ejemplo, en la Edad Media, casi toda la población europea vivía en condiciones de pobreza extrema y continuada. Además, se sucedían épocas de hambruna y epidemias repetitivas que segaban a gran parte de la población en poco tiempo; en definitiva, nunca antes la población mundial ha estado tan rica. Los movimientos antiglobalización, por ejemplo, pinchan en hueso al oponerse a ella con el objeto de reducir la pobreza, puesto que es la globalización la única que lo ha logrado.

Como vemos en este gráfico, en el año 1959, casi el 22% de la población mundial vivía con menos de un dólar y medio al día. Ni que decir tiene que en épocas anteriores las condiciones eran aún más penosas. A medida que el mundo se fue globalizando e industrializando la situación iba mejorando: actualmente, un 10% de la población mundial, a lo sumo, vive en condiciones de pobreza.

De ese 10% de pobreza mundial, África participa en un 50%; es decir, la pobreza de los países industrializados representa, a duras penas, el 2% mundial. Además, podemos observar que los países recientemente industrializados (los asiáticos: Taiwán, Hong Kong, China, Corea del Sur, Japón, etc.) han reducido -también recientemente- sus índices de pobreza. Existe una gran correlación entre industrialización y mínimos índices de pobreza. La historia económica así lo demuestra, y como dice Jacque Fresco: «sin tecnología, recaeríamos en el esclavismo».

En este sentido, África se encuentra actualmente en una encrucijada. Es uno de los escasos territorios que continúan aún en el pauperismo (pobreza persistente), y todavía no se ha industrializado. Las actuales revueltas en países africanos como Libia o Egipto buscan derrocar a sus tiranos (los cuales se apropiaban de la mayoría de la riqueza del país), para lograr la libertad política y económica, un camino firme hacia la industrialización.  Podemos admitir, en consecuencia, que el camino más factible para erradicar el hambre es abrir paso al libre mercado y a la globalización.

Ahora bien, si la industrialización llega, manu militari, del Estado, el resultado es bien distinto. En primer lugar, ninguna persona humana está capacitada para saber qué empresas abrir, en qué lugares, cómo hacerlo o en qué proporción. Al no poder hacerse con la información del mercado (o la sociedad), se abrirán empresas que no serán viables (que la gente no demandará) y, así, lo único que se conseguirá es desperdiciar recursos. En segundo lugar, la fuerza que generan las acciones individuales de la sociedad supera por mucho las decisiones de un gobernante. Por este motivo, el proceso de industrialización de la extinta Unión Soviética, preconizado por Stalin, no fue precisamente gallardo: mientras se lanzó el Sputnik, casi toda la población vivía en condiciones de penuria. El Gosplan u el organismo de planificación central no reduce tampoco la pobreza. Así las cosas, la industrialización, cuánto más libre de estatismo, más efecto surtirá en la pobreza.

La riqueza de las naciones se explica por la libertad económica, la tecnología y, por extensión, en la productividad. No obstante, los continuados esfuerzos estatistas para generar igualdad desembocan en el crecimiento de la pobreza. Por ejemplo, para aumentar el subsidio de desempleo hay que aumentar los impuestos; o sea, que los trabajadores, al menos en parte, mantienen a los desempleados. Se trata de un desincentivo al trabajo. Si bien en el mismo instante en el que se ofrecen subsidios los desfavorecidos aumentan su bienestar, la economía se va resintiendo poco a poco, pues el desempleo va creciendo, y cada vez son más los subsidios demandados, mientras que la recaudación del Estado disminuye. Así cayó el Imperio Romano. Cuando los emperadores romanos pensaron que su rico y vasto imperio era ilimitado, decidieron ofrecer la ciudadanía romana a todo habitante del imperio, con los privilegios que ello conllevaba. Panem et circences (pan y circo, gratis) era el lema del antigüo Estado del bienestar romano. Los productores de trigo decidieron cerrar sus fábricas, pues el pan era ofrecido gratuitamente. Y la población no paraba de crecer, pues los inmigrantes entraban a borbotones a beneficiarse de tal caridad. Las arcas del imperio romano quedaron exhaustas en muy poco tiempo y se inició el declive del imperio.

Según las cifras del Banco Mundial y la ONU, podemos hallar una correlación muy reducida entre libertad económica e igualdad, como puede observarse en los índices de arriba. Sin embargo, la población vive mejor, en lo que respecta a bienestar económico, con libertad económica.

Por ello, insisto, el único remedio contra la pobreza es libertad económica e industrialización. Las ayudas sociales adolecen de miopía, pues, tras los beneficios instantáneos, engendran las simientes del paro, quiebra y penuria. Dicho de otra forma: las consecuencias del Estado del bienestar son las contrarias a las buscadas por el Estado; es decir, la ayuda a la pobreza genera pobreza. Como ejemplo más actual podemos ver a España que tiene una de las protecciones al desempleo más altas (y unos índices de paro atronómicos) o EE.UU. cuya administración ha preconizado el susodicho modelo del bienestar (con el consiguiente desempleo alto y constante).

Así las cosas, el promover políticas de igualdad produce desincentivos, contrayendo la economía e igualando a todos sus miembros en la penuria; por la otra parte, favorecer la libertad implica desigualdad económica, pero al generarse incentivos, la economía crece y todos sus miembros terminan saliendo de la pobreza. No obstante, a muy largo plazo, la economía libre tiende a la equidad, como pueden observar en el siguiente gráfico.

Crecimiento sin desarrollo: obsolescencia programada

Pese a que estamos acostumbrados -incluso en épocas de crisis- a que el crecimiento económico, a largo plazo, se mantendrá en el tiempo, de que el PIB siempre crecerá, de que la gráfica que muestra las cifras de la economía sea creciente; no obstante, debemos tener muy presente de que el crecimiento no implica desarrollo, son dos conceptos independientes. Pretendo, con este artículo, dejar clara esta idea.

En otro lugar, he hablado del sistema capitalista como el mejor de la historia, cuyas leyes aumenta el bienestar de la sociedad. Sin embargo, dicho esto, no significa que no sea mejorable, pues, como afirmó Daniel Soler en otro artículo, cuando algo no es mejorable, es imperfecto. El statu quo es imperfecto. El libre mercado, además de depender del Estado, tiene fallos muy concretos, como las externalidades, el poder de mercado o los bienes públicos. En este artículo, haré referencia a los dos primeros: el poder de mercado y la externalidad que produce o, dicho de otro modo, la concentración de poder que las empresas generan provocan una ineficiencia en la sociedad, desaprovechando, así, posibilidades de crecimiento.

Los acuerdos colusivos o acuerdos entre empresas, uno de los peores problemas que pueden presentarse en la economía, han originado a lo largo de la historia graves consecuencias para la sociedad. Por ejemplo, los países exportadores de petróleo se asociaron en un cártel para no hacerse competencia entre sí y, en consecuencia, poder aumentar el precio del petróleo a voluntad. La consecuencia fue un aumento generalizado de los precios en todo el mundo, y las consiguientes crisis del petróleo. Otro cártel, que todavía sigue afectando subrepticiamente en nuestra vida cotidiana, que se produjo a mediados del siglo pasado, bajo la denominación de Phoebus S.A., marcó un precedente. En este acuerdo, se asociaron los fabricantes de bombillas, para no hacerse competencia, y fabricar bombillas a voluntad. En concreto, limitaron la duración de las bombillas a 1.000 h diarias. Así, las empresas seguirían obteniendo beneficios, pues tras esas mil horas, el cliente volvería a comprar de nuevo la bombilla.

Esta idea se trasladó por todo el mundo y, hoy, es una regla en todos los productos. La impresoras, por ejemplo, tienen un número de copias de duración, que tras alcanzarlo quedan inservibles. También sucede lo mismo con los automóviles que, llegados a un cierto kilometraje, su electrónica deja de funcionar. De hecho, la URSS, en competencia con Occidente, logró producir lavadoras que perduraban más de 25 años. Se trata de la filosofía de comprar, tirar, comprar. Esta filosofía es muy peligrosa, pues reflejará un crecimiento ficticio, a saber: se siguen efectuando transacciones, pero las necesidades del consumidor no se satisfacen idóneamente y los productos no se diseñan para favorecer el desarrollo, sino el consumo y el crecimiento.

Desde 1901 encendida

Para nutrirnos más en el asunto, hemos de saber que, antes de que se generalizase esta política, se patentaron bombillas con una duración de más de 100.000 h. Además, todavía siguen estando en funcionamiento este tipo de bombillas desde 1901. Una muestra de que los acuerdos entre empresas restringen el verdadero desarrollo económico que podría generarse con libertad y competencia.

¿Es este un problema del sistema actual? ¿Es un fallo del capitalismo? ¿Es el consumismo lo que nos mantiene el crecimiento económico o el desarrollo? Como argumento a prima faccie puede sostenerse. No obstante, la situación puede revertirse a mejor, a saber: impedir la producción desleal, fomentar la competencia y prohibir los acuerdos colusivos, impedir definitivamente los escasos fallos de mercado existentes.

Apunte sobre el consumismo

Merece la pena hacer referencia a un fenómeno de gran importancia en la actualidad: el consumismo. Muchos economistas, políticos, grandes personalidades e incluso índices económicos como el PIB, sobrestiman sobremanera el efecto que el consumo tiene en la economía. Se ha demostrado que el consumo afecta a la economía tan solo un tercio, mientras que la producción, la investigación y el diseño lo hace dos tercios. Y es que solo basta con el siguiente ejemplo para comprender esta idea en su totalidad. Muchos países con índices de desarrollo reducidos pueden presentar una tasa de consumo exuberante. La diferencia entra las naciones ricas y pobres es que las primeras han diseñado, invertido y ahorrado para conseguir bienes de mayor calidad que, no obstante, han requerido mayor tiempo en la fabricación de los mismos. Por lo tanto, el consumismo, sobrevalorado enormemente (debido, en parte, por influencia keynesiana), no produce desarrollo económico alguno.

Fin de la obsolescencia programada, ¿fin del crecimiento?

Ahora bien, ¿es posible, entonces, que el capitalismo siga floreciente sin la cultura del consumismo? Por supuesto. Es más, de convertir en inexistente la obsolescencia programada, el sistema económico avanzaría varios peldaños, aumentando la potencialidad vital de la sociedad en general, aprovechando los recursos y exprimiendo todas las posibilidades existentes.

Imaginemos que las bombillas, impresoras, ordenadores, automóviles y, en general, todo tipo de producto tiene una vida de varios cientos de años. La sociedad tendrá ya esas necesidades cubiertas y, por consiguiente, tendrá que dedicarse a cubrir otras necesidades más elevadas (erradicación de la pobreza, desarrollo de nuevos productos, mayores recursos destinados a la investigación, etc). Por ejemplo, y como analogía, la necesidad de oxígeno, al tenerla cubierta, no necesitamos una empresa que nos lo proporcione y, por tanto, ese trabajo que podría dedicarse a producir oxígeno se dedica a otros ámbitos (producción de comida, automóviles, etcétera).

Las empresas que ahora utilizan la obsolescencia programada dejarán de obtener los beneficios actuales, convirtiéndose en empresas de pequeñas dimensiones, pero que, como ya he dicho anteriormente, este proceso, logrará una liberación de recursos que podrían destinarse a otras actividades. Por eso es un fallo de mercado, una externalidad, ya que el beneficio individual, en este caso, no coincide con el social. Se trata, en definitiva, de que en lugar de producir siempre lo mismo (porque tendrá que reponerse), se produzca otro tipo de bienes deseados por la sociedad. Entonces, los factores que se dedican a la producción de bienes con obsolescencia programada, al quedar libres, se redistribuirán a otras actividades, por ejemplo, en el sector servicios o implementar el bienestar en África.

Por tanto, la obsolescencia programada a la que nos hemos referido constituye un círculo vicioso, donde el dinero circula, y que genera crecimiento económico; pero que no produce desarrollo, ni aumenta los niveles de bienestar. Y, por tanto, la prohibición del mismo no producirá desempleo, descenso en la producción o decrecimiento económico, sino una redistribución de los recursos que se dirigirán a lugares en donde su trabajo generará un rendimiento de mayor valor.

Destinemos todos los esfuerzos a producir y desarrollar lo que no hay, en lugar de lo que ya está producido

Keynes, bastión del consumismo

Y es que no se trata de colocar a la mano de obra o de iniciar un trabajo, por el mero hecho de crear un puesto de trabajo o abrir una empresa. El desarrollo económico consiste en transformar la naturaleza, dándole mayor valor a la misma; incrementar la cantidad y calidad de conocimiento de la sociedad; incrementar el grado de libertad de la misma; mejorar las condiciones higiénico-sanitarias, aumentando, en consecuencia, la esperanza de vida y el crecimiento natural de la población. Nada que ver con el aumento del consumo, o con el movimiento circular del dinero, como Keynes quería.