El mayor peligro, el Estado (por Ortega y Gasset)

Nunca viene mal recordar las opiniones que los clásicos tenía sobre conceptos contemporáneos. Hoy les traigo un extracto del libro La rebelión de las masas, del genial filósofo español José Ortega y Gasset. Pertenece a la primera parte del libro y constituye el trigésimo y último capítulo de esta primera parte. Concretamente, se refiere a la nueva concepción del Estado que está surgiendo en aquéllos tiempos (recordemos que el libro data en 1950).

Rememórese lo que era el Estado a fines del siglo XVIII en todas las naciones europeas. ¡Bien poca cosa! Una nueva clase social apareció, más poderosa en número y potencia que las preexistentes: la burguesía. Sabía organizar, disciplinar, dar continuidad y articulación al esfuerzo. En medio de ella, como en un océano, navegaba azarosa la «nave del Estado». La nave del Estado es una metáfora reinventada por la burguesía, que se sentía a sí mismo oceánica, omnipotente y encinta de tormentas.

Como el Estado es una técnica -de orden público y de administración-, el «antiguo régimen» llega a los fines del siglo XVIII con un Estado debilísimo, azotado de todos lados por una ancha y revuelta sociedad. La desproporción entre el poder del Estado y el poder social es tal en ese momento, que, comparando la situación con la vigente en tiempos de Carlomagno, aparece el Estado del siglo XVIII como una degeneración.

Pero con la revolución se adueñó del poder público la burguesía y aplicó al Estado sus innegables virtudes, y en poco más de una generación creó un Estado poderoso, que acabó con las revoluciones.  Se niveló el poder público con el poder social. ¡Adios revoluciones para siempre! Ya no cabe en Europa más que lo contrario: el golpe de Estado. Y todo lo que con posterioridad pudo darse aires de revolución, no fue más que un golpe de Estado con máscara.

En nuestro tiempo, el Estado ha llegado a ser una máquina formidable que funciona prodigiosamente, de una maravillosa eficiencia por la cantidad y precisión de sus medios. Plantada en medio de la sociedad, basta con tocar un resorte para que actúen sus enormes palancas y operen fulminantes sobre cualquier trozo del cuerpo social.

El Estado contemporáneo es el producto más visible y notorio de la civilización. Y es muy interesante, es revelador, percatarse de la actitud que ante él adopta el hombre-masa. Éste lo ve, lo admira, sabe que está ahí, asegurando su vida; pero no tiene conciencia de que es una creación humana inventada por ciertos hombres y sostenida por ciertas virtudes y supuestos que hubo ayer en los hombres y que puede evaporarse mañana. Por otra parte, el hombre-masa ve en el Estado un poder anónimo, y como él se siente a sí mismo anónimo -vulgo-, cree que el Estado es cosa suya. Imagínese que sobreviene en la vida pública de un país cualquiera dificultad, conflicto o problema: el hombre-masa tenderá a exigir que inmediatamente lo asuma el Estado, que se encargue directamente de resolverlo con sus gigantescos e incontrastables medios.

Este es el mayor peligro que hoy amenaza a la civilización: la estatifícación de la vida, el intervencionismo del Estado, la absorción de toda espontaneidad social por el Estado; es decir, la anulación de la espontaneidad histórica, que en definitiva sostiene, nutre y empuja los destinos humanos. Cuando la masa siente alguna desventura o, simplemente, algún fuerte apetito, es una gran tentación para ella esa permanente y segura posibilidad de conseguir todo -sin esfuerzo, lucha, duda, ni riesgo- sin mas que tocar el resorte y hacer funcionar la portentosa máquina. La masa se dice: «El Estado soy yo», lo cual es un perfecto error. El Estado es la masa sólo en el sentido en que puede decirse de dos hombres que son idénticos, porque ninguno de los dos se llama Juan. Estado contemporáneo y masa coinciden sólo en ser anónimos. Pero el caso es que el hombre-masa cree, en efecto, que él es el Estado, y tenderá cada vez más a hacerlo funcionar con cualquier pretexto, a aplastar con él toda minoría creadora que lo perturbe; que lo perturbe en cualquier orden: en política, en ideas, en industria.

El resultado de esta tendencia será fatal. La espontaneidad social quedará violentada una vez y otra por la intervención del Estado; ninguna nueva simiente podrá fructificar. La sociedad tendrá que vivir para el Estado; el hombre, para la maquina del gobierno. Y como a la postre no es sino una máquina cuya existencia y mantenimiento dependen de la vitalidad circundante que la mantenga, el Estado, después de chupar el tuétano a la sociedad, se quedará hético, esquelético, muerto con esa muerte herrumbrosa de la máquina, mucho más cadavérica que la del organismo vivo.

¿Se advierte cuál es el proceso paradójico y trágico del estatismo? La sociedad, para vivir mejor ella, crea, como un utensilio, el Estado. Luego, el Estado se sobrepone, y la sociedad tiene que empezar a vivir para el Estado. Pero, al fin y al cabo, el Estado se compone aún de los hombres de aquella sociedad. Mas pronto no basta con éstos para sostener el Estado y hay que llamar a extranjeros: primero, dálmatas; luego, germanos. A esto lleva el intervencionismo del Estado: el pueblo se convierte en carne y pasta que alimentan el mero artefacto y máquina que es el Estado. El esqueleto se come la carne en torno a él. El andamio se hace propietario e inquilino de la casa.

Las naciones europeas tienen ante sí una etapa de grandes dificultades en su vida interior, problemas económicos, jurídicos y de orden público sobremanera arduos. ¿Cómo no temer que bajo el imperio de las masas se encargue el Estado de aplastar la independencia del individuo, del grupo, y agostar así definitivamente el porvenir?

Capitalismo: Un sistema a la cabeza (VI)

Libertad, motor del progreso (I): Las fuerzas del mercado

Haciendo una breve recapitulación de todo lo que hemos visto hasta el momento, podemos afirmar que, en síntesis, el capitalismo laissez-faire es el que mejor se adapta a la naturaleza humana: no debemos olvidar que el hombre es egoísta por naturaleza (y, como puede demostrarse, es imposible despojarse del egoísmo). Adam Smith axiomatizó que ese egoísmo es bueno, muy bueno (muy superior al altruismo calcutiano). Analizamos, asimismo, que la mayoría de los problemas que se le atribuyen al sistema económico capitalista (contaminación, desigualdad, crisis económicas, …) son el resultado de un actual sistema mixto (un antitético binomio liberalismo-intervencionismo), en el que, en algunos países, la actividad estatal puede sobrepasar el 40% del PIB. En resumidas cuentas, los problemas los crea el sistema mixto, no el mercado. Y pusimos como ejemplo el sistema financiero -uno de los más intervenidos del mundo- que es el causante de las crisis periódicas que, volvemos a insistir, afloran en una economía mixta y nunca en una economía pura de mercado.

Dicho esto, la sección respuesta a las críticas puede darse por finiquitada, al menos, de momento. Por consiguiente, pasaremos a explicar por qué este sistema tiene la increíble capacidad de organizar los quehaceres de la humanidad de forma absolutamente eficiente. ¿Por qué este sistema ha generado un nivel de vida tan superior al de la Edad Media? En términos filosóficos, podemos -nuevamente- responder que es el sistema que mejor se adapta al hombre. Empero vayamos a los términos económicos.

Dirijámonos ahora mentalmente hacia una de las ciudades más desarrolladas y pobladas del mundo: Nueva York. Pensemos ahora en el mercado de comida: toda la población tiene cubiertas todo tipo de necesidades alimenticias, en función de todas las variables (modas, gustos, …). Para una población tremendamente enorme, todo está perfectamente coordinado: en ningún mercado alimenticio hay escasez de alimentos ni excedentes de los mismos. La comida llega de las fábricas mediante millares de camiones que descargan en los establecimientos. Todos contentos: los consumidores neuyorkinos satisfechos y los tenderos con su dinero en el bolsillo, que les sirve, a su vez, para satisfacer la necesidad que puedan surgirle, eso sí, en función de su aportación a la sociedad.

¿No da un poco de vértigo que todo se maneje «solo»?  ¿Cómo es posible que, sin que nadie tome una decisión a modo de factótum funcione tan bien el susodicho mercado? Porque cada persona elige lo que le conviene a ella, se dirige al comercio (que, al mismo tiempo, vende lo que le conviene y al precio que le conviene; igual que el cliente) y, si las conveniencias de los dos son compatibles, se produce una transacción, tras la cual, las dos partes se benefician. Y lo que es aún más importante: en estos intercambios también circula una abudante información que ayuda a regular el mercado mas eficazmente, a saber: el vendedor analiza su demanda para adecuar su oferta y el comprador, haciendo lo propio, analiza el establecimiento para satisfacer de la mejor forma posible sus necesidades. Un oferente (fábrica, tienda, vendedor ambulante, …) que no tenga en cuenta las necesidades del consumidor cae por su propio peso.

La oferta y la demanda se equilibran al igual que esta balanza, en representación a la justicia capitalista.

 

Si estas dos personas viviesen en un sistema comunista, donde el mercado de los alimentos está regulado por el Estado, tendría que vender y comprar, no lo que ellos desean, sino lo que el mercado cree que desean, lo que el gobierno dicta. Y como, naturalmente, es imposible conocer todas y cada una de las características personales de todos y cada uno de los habitantes, el comunismo, lejos ya de ser hasta una utopía, es una distopía: de poder llevarse acabo (cosa imposible, como demostramos en la primera entrada), se producirían situaciones enormemente indeseables por cualquier ser humano, pues las necesidades de todo un país no pueden cubrirse desde una perspectiva.

Bien. En las economías mixtas, el sistema de bienes alimenticios es libre, pero ¿qué ocurre con el mercado de alquileres? ¿y con el de recursos financieros (los bancos)? ¿y con el mercado de trabajo, especialmente en España, cuyos principales puntos fueron creados por el dictador Francisco Franco? Todos estos mercados presentan un elevado grado de intervención, agravando el nivel de vida de los ciudadanos que no pueden satisfacer sus necesidades, en función de sus deseos o circunstancias. En una economía mixta se establecen límites (máximos o mínimos) a los precios, mientras que en un comunismo se establece directamente el precio. Intervencionismo en todo caso.

Y como, a más población, más dificultosa es la intervención; a más población, en un sistema intervencionista (comunista o mixto), más dificultosa será la gobernanza y, en consecuencia, peor nivel de vida. Justo al contrario de lo que ocurriría en un mercado puramente libre. Es por esta razón por la que el estado del bienestar queda obsoleto cuando la población aumenta y, por esta misma razón también, por la que el comunismo se hace más factible a medida que la población disminuye; en el Capitalismo es a la inversa: más personas, más libertad.