Capitalismo: Un sistema a la cabeza (VII)

Libertad, motor del progreso (II): el librecambismo

Como diría el gran ilustre filósofo contemporáneo Jean Paul Sartre: «el hombre está condenado a ser libre». En efecto, cualquier organización humana que no tenga en cuenta este principio lapidario, se da de bruces con la realidad, fracasando. Y, gracias a la historia, hemos tenido ocasión de comprobar que esto es cierto. Por ejemplo, la genuina monarquía -la de antaño- era el sistema más perverso que podía imaginarse, pues era el más autoritario. Actualmente, la democracia (según Winston Churchil, el peor sistema, exceptuando todos los demás), ha concebido los progresos más fastuosos que cualquiera pudiese haber imaginado. Por tanto, cuanto más libertario es un sistema, tanto más perfecto (o menos perverso) ha resultado.

En Ciencia Económica, como humana que es, acaece exactamente lo mismo: más libertad se traduce en más bienestar. Como tuvimos ocasión de demostrar en anteriores fascículos, con la libertad económica frutece la justicia, pues no hay mayor injusticia que la igualdad de trato (recordemos también la insondable disyuntiva de la sociedad: igualdad vs eficiencia). Además, cuando un mercado es libre funciona a la perfección (recordemos el ejemplo en el que comparábamos el mercado alimenticio, libre, y el mercado de alquileres, intervenido). Y, por añadidura, demostramos que las crisis económicas cíclicas, lejos de radicar en la libertad económica, afloran en el seno del intervencionismo (en el caso actual, en la intervención de los bancos centrales y los gobiernos). Hoy, demostraremos una vez más los beneficios que la libertad económica tienen sobre la sociedad, concretamente en el comercio internacional.

En un día cualquiera de nuestra vida cotidiana, el beneficio del comercio internacional es archipresente. Nos levantamos y llegamos a la cocina a comernos un plátano producido en canarias, mientras vemos en la televisión (producida en una multinacional japonesa) un programa retransmitido en Berlín. Luego, nos dirigimos al cuarto de baño a lavarnos los dientes, con un cepillo eléctrico cuyo cabezal se produjo en Canadá y el resto en China. Cogemos las llaves (generadas en Suiza), para conducir el nuestro fiat (fabricado en Italia) y llegar temprano a nuestro trabajo.

En este sencillo y pequeño relato, podemos vislumbrar las enormes ventajas que el libre comercio entre países tiene para todos los ciudadanos de todos los países. Desde una perspectiva pedestre, podemos afirmar que el libre comercio satisface más y mejor las necesidades de las personas, porque ofrece a los consumidores más posibilidades para elegir (lo que aumenta también la competitividad). En fin, aumenta el grado de libertad y, con ello, el de bienestar.

David Ricardo

Pero, ahora conviene que profundizemos en el análisis económico. El principio de ventaja comparativa, desarrollado por David Ricardo, establece que, en el comercio mundial, es más eficiente que un país dedique todos sus esfuerzos a aquella actividad en la que es especialmente productivo, o sea relativamente barato en producir (por ejemplo, España en la producción de aceite; EEUU en él diseño de software; China en la producción en masa; etc.). El corolario que surge de este principio es que un país será más rico si es humilde y se dedica a producir aquello en lo que se ha especializado y, además, se dedica a exportar la producción sobrante y, como no podría ser de otra manera, a importar los productos fabricados en otros países. Por este motivo, las autarquías no son buenas economías. En este sentido, una persona no se lo hace todo porque es pobre, sino que es pobre porque se lo hace todo.

Lo curioso de los principios económicos es que sirven tanto en microeconomía, como en macroeconomía. Si el susodicho principio de David Ricardo lo extrapolamos a la vida cotidiana (microeconomía), nos percataremos aún más de su importancia. Imaginemos que nuestro padre es especialmente bueno cocinando paellas y nuestra madre es relativamente buena haciendo postres. ¿Qué es mejor, que nuestro padre lo cocine todo (o nuestra madre) o que cada uno se dedique a lo que se le da bien? Según el principio que estamos tratando, papá cocinará muchas más paellas sin tanto esfuerzo como nuestra madre y, ella, hará lo propio en los postres. Como, obviamente, no podremos comernos tanta comida antes de que se pudra, podremos venderla a la vecina (o intercambiarla por otros platos en los que la vecina es especialmente buena). Obviamente, este modo de proceder aumentará el bienestar de todo el vecindario.

Ahora bien, todos los economistas saben que este principio es axiomático, pero los gobiernos a menudo han demostrado no tenerlo tan claro, adoptando a lo largo de la historia el proteccionismo. Aunque el proteccionismo les cause a los gobernantes réditos políticos a corto plazo, el país verá reducir su economía paulatinamente (como, por ejemplo, en la autarquía franquista).

Si bien es cierto que el proteccionismo puede proteger a la industria interior, esta protección es ficticia, pues permite que el país se especialice en una actividad en la que no es especialmente bueno y, así, con estas medidas, no hay incentivos para buscar otras industrias en las que el país sí es relativamente productivo.

Actualmente, podemos aplicar este principio para resolver el dilema que algunos tienen: ¿La gran potencia productiva China puede arrasar a los demás países del poder económico? En absoluto, en todo caso es una buena noticia que China se haya especializado tan bien, pues eso permite a los demás países importar su producción a precios más baratos incluso que los interiores, con lo que la población mundial se ve beneficiada, así como China. Ahora bien, ¿peligra la mano de obra del resto de países o la industria? Tampoco. Lo que sí ocurriría es que, a muy corto plazo, el ascenso de China producirá un paro repentino, pues la mano de obra del resto de países no podrá competir con la mano de obra China en el mercado que se ha especializado. Por lo tanto, los demás países deberán redistribuir a las personas desempleadas hacia otros mercados en los que china no es especialmente productiva y buscar su ventaja comparativa o, si se prefiere, desarrollar nuevos mercados competitivos. Por tanto, el «problema» (que, en realidad, es beneficioso) de China no debe abordarse con proteccionismo, sino, todo lo contrario, con librecambismo.

Utilizando la anterior analogía, China es como, si en el anterior vecindario, se mudase una nueva vecina, capaz de cocinar más y mejores paellas y postres. ¿Qué alternativa tiene papá y mamá? Aparentemente, ninguna. Esencialmente, casi infinitas, a saber: buscar (o crear) nuevos platos, que nadie tenga en el vecindario. Así, el bienestar del vecindario (y el de papá y mamá) aumentará con la llegada de la vecina, en lugar de lo contrario.

Capitalismo: Un sistema a la cabeza (VI)

Libertad, motor del progreso (I): Las fuerzas del mercado

Haciendo una breve recapitulación de todo lo que hemos visto hasta el momento, podemos afirmar que, en síntesis, el capitalismo laissez-faire es el que mejor se adapta a la naturaleza humana: no debemos olvidar que el hombre es egoísta por naturaleza (y, como puede demostrarse, es imposible despojarse del egoísmo). Adam Smith axiomatizó que ese egoísmo es bueno, muy bueno (muy superior al altruismo calcutiano). Analizamos, asimismo, que la mayoría de los problemas que se le atribuyen al sistema económico capitalista (contaminación, desigualdad, crisis económicas, …) son el resultado de un actual sistema mixto (un antitético binomio liberalismo-intervencionismo), en el que, en algunos países, la actividad estatal puede sobrepasar el 40% del PIB. En resumidas cuentas, los problemas los crea el sistema mixto, no el mercado. Y pusimos como ejemplo el sistema financiero -uno de los más intervenidos del mundo- que es el causante de las crisis periódicas que, volvemos a insistir, afloran en una economía mixta y nunca en una economía pura de mercado.

Dicho esto, la sección respuesta a las críticas puede darse por finiquitada, al menos, de momento. Por consiguiente, pasaremos a explicar por qué este sistema tiene la increíble capacidad de organizar los quehaceres de la humanidad de forma absolutamente eficiente. ¿Por qué este sistema ha generado un nivel de vida tan superior al de la Edad Media? En términos filosóficos, podemos -nuevamente- responder que es el sistema que mejor se adapta al hombre. Empero vayamos a los términos económicos.

Dirijámonos ahora mentalmente hacia una de las ciudades más desarrolladas y pobladas del mundo: Nueva York. Pensemos ahora en el mercado de comida: toda la población tiene cubiertas todo tipo de necesidades alimenticias, en función de todas las variables (modas, gustos, …). Para una población tremendamente enorme, todo está perfectamente coordinado: en ningún mercado alimenticio hay escasez de alimentos ni excedentes de los mismos. La comida llega de las fábricas mediante millares de camiones que descargan en los establecimientos. Todos contentos: los consumidores neuyorkinos satisfechos y los tenderos con su dinero en el bolsillo, que les sirve, a su vez, para satisfacer la necesidad que puedan surgirle, eso sí, en función de su aportación a la sociedad.

¿No da un poco de vértigo que todo se maneje «solo»?  ¿Cómo es posible que, sin que nadie tome una decisión a modo de factótum funcione tan bien el susodicho mercado? Porque cada persona elige lo que le conviene a ella, se dirige al comercio (que, al mismo tiempo, vende lo que le conviene y al precio que le conviene; igual que el cliente) y, si las conveniencias de los dos son compatibles, se produce una transacción, tras la cual, las dos partes se benefician. Y lo que es aún más importante: en estos intercambios también circula una abudante información que ayuda a regular el mercado mas eficazmente, a saber: el vendedor analiza su demanda para adecuar su oferta y el comprador, haciendo lo propio, analiza el establecimiento para satisfacer de la mejor forma posible sus necesidades. Un oferente (fábrica, tienda, vendedor ambulante, …) que no tenga en cuenta las necesidades del consumidor cae por su propio peso.

La oferta y la demanda se equilibran al igual que esta balanza, en representación a la justicia capitalista.

 

Si estas dos personas viviesen en un sistema comunista, donde el mercado de los alimentos está regulado por el Estado, tendría que vender y comprar, no lo que ellos desean, sino lo que el mercado cree que desean, lo que el gobierno dicta. Y como, naturalmente, es imposible conocer todas y cada una de las características personales de todos y cada uno de los habitantes, el comunismo, lejos ya de ser hasta una utopía, es una distopía: de poder llevarse acabo (cosa imposible, como demostramos en la primera entrada), se producirían situaciones enormemente indeseables por cualquier ser humano, pues las necesidades de todo un país no pueden cubrirse desde una perspectiva.

Bien. En las economías mixtas, el sistema de bienes alimenticios es libre, pero ¿qué ocurre con el mercado de alquileres? ¿y con el de recursos financieros (los bancos)? ¿y con el mercado de trabajo, especialmente en España, cuyos principales puntos fueron creados por el dictador Francisco Franco? Todos estos mercados presentan un elevado grado de intervención, agravando el nivel de vida de los ciudadanos que no pueden satisfacer sus necesidades, en función de sus deseos o circunstancias. En una economía mixta se establecen límites (máximos o mínimos) a los precios, mientras que en un comunismo se establece directamente el precio. Intervencionismo en todo caso.

Y como, a más población, más dificultosa es la intervención; a más población, en un sistema intervencionista (comunista o mixto), más dificultosa será la gobernanza y, en consecuencia, peor nivel de vida. Justo al contrario de lo que ocurriría en un mercado puramente libre. Es por esta razón por la que el estado del bienestar queda obsoleto cuando la población aumenta y, por esta misma razón también, por la que el comunismo se hace más factible a medida que la población disminuye; en el Capitalismo es a la inversa: más personas, más libertad.