Delirios matutinos (Relato-Dibujo Claudia Repiso y Daniel Soler)

 

Alfonso se despertó pasado el canto de los pájaros con la sensación de no haber dormido lo suficiente. Como todas las mañanas, la sintética melodía de su teléfono móvil lo despertaba puntualmente dejándole la habitual sensación de odio melódico en el cuerpo. Una vez de pie, miró por la ventana y se deleitó con la tétrica belleza del hermoso paisaje invernal malagueño. En el cristal de la ventana dos gotas de agua corrían como en una competición para juntarse en un punto concreto y volver a ser una. Aquel día no tenía clase, así que podía disfrutar plácidamente de los instantes posteriores al despertar, cuando todo es más bonito y el tiempo pasa más lento. Fue a la cocina para prepararse el desayuno con la torpeza de quien se ve abrumado por el sueño.
Sumido en un estado de subconsciencia podía sentir cómo su mente volaba dándole rienda suelta a la imaginación.
Mientras se calentaba la leche en el microondas volvió por un instante a su habitación para hacer la cama, pero justo antes de coger las sábanas, se percató de que la ventana estaba abierta. No recordaba haberla abierto al levantarse, sólo que la noche anterior estaba cerrada a cal y canto.

Relato-Dibujo (Francisco Gómez y Claudia Repiso)

– Espérate en la puerta, Frasquita.
– ¿Para qué?
– Espera, pronto lo sabrás.
Se escucha un golpe, luego, tres seguidos. Es la seña del cambio de guardia, en ese momento se abren las puertas para que entre el relevo.
Un hombre sale corriendo hacia afuera, se funde en un abrazo y centenares de besos con mujer y su hija, recién nacida, a la que acaba de conocer. Justo detrás de ellos la mirada atónita del resto de los presos y militares encargados de la seguridad de la cárcel. Con el semblante sereno vuelve sobre sus pasos hasta su celda.
No era la hora del cambio de guardia. Aquél hombre había descubierto la clave para abrazar a su hija. Nunca se tomaron represalias por un acto tan humano.

Demasiadas lágrimas – Claudia Repiso y Daniel Soler (dibujo y minirrelato)

 

Se encontraba cansada, y sin embargo no le pesaban los párpados. Las cataratas de tristeza que fluían por sus brillantes ojos azules solo eran otra gota de agua que se perdía en los mares de la historia. La lluvia, que caía ahora con más fuerza que nunca, parecía reproducir una pequeña alegoría del valle de lágrimas que estaba atravesando. Sentía como si de repente el universo hubiera conseguido conectarse con ella, como si la naturaleza compartiese su dolor, ese que nunca se reparte, sino que se contagia. Y era tal la pureza de su llanto, que la piel que otrora se vestía con el moreno de la arena bañada por el mar, alcanzó una palidez digna del color de los cielos. Ya era tarde. Tras los truenos de odio y los rayos de impotencia lo único que permanece es la calma de la melancolía y el rumor del arrepentimiento. El viento, embravecido por lo vacío del ambiente, hizo que sus cabellos volaran libres, palomas de color caoba que, con la paz como anhelo, regresaban a la raíz de su pelo sin pena ni gloria. El frío calaba hasta los huesos. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Ignoraba si era por el temporal o por los recuerdos, pero lo cierto es que aquel torrente de emociones le congeló las piernas, más tarde el corazón y, por último, la mirada. El resultado fueron los ojos petrificados de una joven madre, que veía marcharse a sus hijos en el último tren hacia Auschwitz.

¿Y quién es usted?

A continuación les dejo el relato que ha conseguido el tercero premio en un pequeño concurso de microrrelatos que se ha organizado en el intituto Pedro Espinosa:

Siempre me han llamado la atención los semáforos, tan silenciosos, tan discretos, y a la vez tan esenciales, tan copiosos, tan humanos. Sólo hay que echarle un vistazo a la colocación de los semáforos para darnos cuenta de que los hemos convertido en algo sagrado, ¿o acaso no se asemeja su posición a la de las ermitas de la virgen María que se colocan en las encrucijadas?  El caso es que cuando ayer bajé por la calle Esparteros y llegué al cruce de la calle Misterio, me percaté de que había algo que escondía aquel semáforo centelleante. Aquel muñeco rojo permanecía allí parado, sin dar muestras de vida, como indeciso, parecía desorientado, como si estuviera buscando una respuesta en mí. Vi en él un espejismo, el fulgor de sus luces parecía llamarme utilizando una preciosa lengua que no lograba identificar, pero si a interpretar ¿era griego quizás?

–         ¿Quién eres? – me preguntó.

Yo estaba desconcertado, no sabía qué responderle. Aquel día había bebido un poco y quizás estaba alucinando, pero ¡parecía tan real! El tiempo pasaba con una lentitud infinita, no sólo porque los semáforos tardan en ponerse en verde una eternidad, sino también porque había algo mágico instalado en el ambiente. Los coches seguían pasando, sin embargo ninguno de los transeúntes se paraba en mi mismo semáforo.

De repente todo cambió. El misterio que imperaba en la atmósfera se disipó, la calle estaba desierta, sólo estaba yo mirando a ese muñeco rojo que se reflejaba en el semáforo, era yo, vestido con mi anorak rojo, reflectado en aquel semáforo roto de un barrio abandonado, el de los sueños.