Los directores de la cultura

Cuando a uno le entra la vena cartesiana, se ve ante situaciones realmente grotescas, al no poder evitar cuestionarse los conceptos que se utilizan a su alrededor.

Me encontraba el otro día yo ojeando el periódico cuando me topé con una noticia en la que aparecía uno de los indignants afirmando, muy convencido él, que los tres derechos fundamentales de cualquier ciudadano eran la sanidad, la educación y la cultura.

Como el hábito es la llave que encierra los males, pues no hay mal que 100 años dure, pasé por alto el abuso del concepto «derecho», así como hice con el de las palabras sanidad y educación, cuyo maridaje con el término «derecho» se ha proclamado ya oficial.

Sin embargo, tuve que fruncir el ceño ante el supuesto derecho a la cultura. En primer lugar, me gustaría saber qué entendía ese muchacho por cultura. Como presumo que su ideario pertenecía al mainstream, concluyo que podría referirse a lo que popularmente se conoce como cultura, es decir, al connjnto de conocimientos científicos e históricos de los que se nutre la humanidad. Algo de cierto hay en esta definición, pero la verdad es que cultura, por etimología, es todo aquello que se cultiva, desde el conjunto de conocimientos que necesita el carpintero para realizar su profesión hasta los Pilares de la Tierra, pasando por el fútbol y la telebasura. Así, se habla de cultura española, cultura punk o cultura literaria.

Ciertamente, cuando se habla de derecho a la cultura, la pregunta que se extrae de lo anteriormente explicado es ¿a qué campo de la cultura? ¿A los partidos del Madrid, a los libros de Reverte o a las patadas al diccionario de Belén Esteban?

Como ven, cultura es todo lo que se aprende y por tanto está en el aire, de modo que si con derecho, el muchacho se refería a capacidad de acceso, estaba pidiendo algo que siempre ha existido, ya que el ser humano, por el mero hecho  de existir, cultiva, es decir, recibe la cultura. Para que me entiendan, sería como reclamar el derecho a respirar.

Me resulta inquietante, entonces, la idea de que alguien pueda determinar lo que es cultura y lo que no. En base a la falsa creencia de que debe existir un mecanismo que dicte la cultura y la distribuya, se creó el Ministerio de Cultura, que nos dice qué peliculas tenemos que ver, qué libros leer o qué directores subvencionar con el dinero de todos, o con el dinero de nadie, como diría una antigua titular de este entramado. Es una idea peligrosa, máxime cuando sus acciones suelen estar orientadas a la corrección política, la censura o el adoctrinamiento de la población. Todos los esfuerzos por destruir racionalmente está idea serán fácilmente rechazados, pues el estado siempre se inventará un derecho para justificar su presencia en cada resquicio de la sociedad. Si no me creen, pregúntense por qué no puedieron votar la ley Sinde o por qué la película Saw VI fue calificada de película X para que no pudiera entrar en los cines convencionales.

Capitalismo: Un sistema a la cabeza (II)

Respuesta a las objeciones: Medioambiente

Continuando con la sección sobre el capitalismo, lo más razonable es responder a las críticas que ha recibido, despojarlo de toda crítica falaz y veleidosa, antes de explicar con detalle el mismo.La segunda parte de esta sección versará, por tanto, sobre las objeciones al sistema, centrándose, cada fascículo, en una objeción.

Suele hablarse estos últimos años de un «fallo del mercado» haciendo referencia al cambio climático, el agujero de la capa de ozono, la lluvia ácida, la desertización, el efecto invernadero, la oscuridad global. En definitiva, a los efectos perniciosos que la humanidad está causando al globo. Esta crítica culpa al sistema capitalista del origen de estos problemas medioambientales, ya que -dicen ellos- las fábricas y la industria -baluartes del capital- son responsables del 99% de la contaminación del planeta. En efecto, la industria -con aplastante mayoría- es la generadora de todas las contaminaciones y de la involución natural del planeta. Pero esto no es atribuible al sistema capitalista, sino más bien a la convivencia en un mismo lugar de dos sistemas tan dispares como la propiedad común, por un lado, y la propiedad privada, por otro. Esto causa efectos tan perniciosos como los que he nombrado con anterioridad y provoca que un determinado propietario se apodere de la propiedad común o ejerza influencias sobre ella.  De modo que la crítica es falaz al atribuir estos efectos al sistema de propiedad privada, cuando, en realidad, el culpable es el sistema de propiedad común, inmiscuido en el Capitalismo. Veamos por qué: Adam Smith postuló en el año 1776 la genial idea de que si cada individuo actúa de forma natural, atendiendo a sus intereses personales, la sociedad general estará lo mejor regida posible. La mano invisible. Pero, no se confundan: el Capitalismo no es ubicuo, existe únicamente donde está la propiedad privada. Y, legalmente, el medioambiente no lo posee nadie, produciéndose lo que se conoce como tragedia de los bienes comunes. Este vacío legal, esta falta de extensión del Capitalismo es el causante de los perjuicios a la Naturaleza. Por tanto, cuando no existe una propiedad privada, el egoísmo del hombre no genera beneficios a la sociedad, porque, al no poseer parte, sus intereses pueden ir en contra de la humanidad.

De este modo, si el medioambiente pasara a convertirse en propiedad no común y, consiguientemente, cada empresa estuviese recompensada por su aportación no lesiva al medio, se produciría un giro de 180º: todas las aguas descontaminadas, más capa de ozono que nunca, sistema de efecto invernadero optimizado, congelación de las fluctuaciones climáticas. No obstante, hacer llegar el Capitalismo a todos y cada uno de los lugares también parece una utopía. Desconvertir los bienes comunes por antonomasía es realmente complicado, por lo que, en estos bienes, es dónde únicamente el Estado podría intervenir (impuestos verdes, subvenciones en  energía renovable, …) convirtiendo, así, en lucrativo la purificación de lo común (sanidad, educación, medioambiente, …). La solución está en convertir en rentable aquello que no lo es para las empresas, pero que, sin embargo, si lo es para el conjunto de los seres vivos. En rigor: capitalizar lo común.

De hecho, en Europa, se está avanzando en este sentido y se está implantando el comercio de derechos de emisión. Consiste en que el Estado establece un límite global de contaminación (permisible para la Naturaleza) que se divide y reparte entre las empresas. Además, entre ellas pueden comerciar con estos derechos. Así, una empresa que no haya contaminado verá aumentados los ingresos, ya que otra empresa necesitará ese plus para contaminar más, empresa que verá reducidos sus beneficios. También, el Estado podrá incluir un arancel en este tipo de comercio para que en el intercambio de derechos de emisión, todos nos veamos aún más beneficiados y los impuestos como el IVA podrían experimentar una ligera reducción. Cuando hablo de aranceles, en el sistema capitalista estos solo tienen sentido cuando, sin intervención del Estado, el interés empresarial es contrario al social. Cuando el interés individual coincide con el general, los aranceles únicamente entorpecen el comercio y el proteccionismo tendría como resultado, a medio y largo plazo, el desproteccionismo. Esto supliría el vacío legal del que hablábamos y hace lucrativo (y general la competencia en) la purificación medioambiental y, además, el Estado puede ir reduciendo paulatinamente el límite de contaminación a medida que las tecnologías verdes, como el coche eléctrico,van desarrollándose.

En definitiva, los perjuicios al medioambiente no son un exceso capitalista, sino un defecto. Pero como sigue, igualmente, siendo un vicio hay que solventarlo extendiendo aún más el sistema. Esto demuestra que el Capitalismo debe expandirse más que nunca, necesitamos la segunda parte del derrumbe del muro de Berlín.