¿Es el matrimonio homosexual un concepto erróneo?

Desde que en 2005 se aprobó en España la ley que permitiría casarse a personas del mismo sexo, ha reinado un debate en la sociedad española acerca de la idoneidad del término «matrimonio homosexual». Se han aducido motivos jurídicos, éticos y religiosos tanto a favor como en contra. También los lingüistas han abordado la cuestión desde un punto de vista etimológico. Yo mismo escribí un artículo hace tres años criticando el uso del término matrimonio en este contexto. Vuelvo en el presente artículo sobre mis pasos para puntualizar una serie de aspectos fundamentales y concluir que el concepto de «matrimonio homosexual» no viola ninguna ley de la lengua.

Antes de empezar, quiero dejar claro que aquí se hace un análisis puramente lingüístico del tema. Lo que opine yo en otras esferas de análisis es completamente irrelevante y, por otro lado, de sobra conocido entre quienes me leen y me tratan a diario.

Hecha esta aclaración, vuelvo a destacar los problemas etimológicos en que incurriría el término «matrimonio» aplicado en este contexto. Matrimonio se deriva de los étimos latinos matris, genitivo de mater (madre) y munium (función, cuidado, ya que se consideraba que el mayor esfuerzo de la pareja a la hora del cuidado de los niños recaía en la madre), por lo tanto, la función de la madre inevitablemente descarta una relación de dos hombres, en la que no hay madre, cosa que no funcionaría de la misma forma si se tratase de dos mujeres, relación en la que sí puede haber una madre.

En cuanto a su aplicación en la realidad, el término matrimonio es una figura del derecho romano con la que un hombre podía trasmitir su patrimonio a sus descendientes directos.

La palabra continuó utilizándose en el derecho medieval ya desde una óptica cristiana, en el sentido de la unión eterna de un hombre y una mujer ante Dios. En el siglo XIII, Alfonso X escribió las Siete Partidas, un conjunto de normas con las que intentó darle uniformidad jurídica a todo el reino de Castilla. En una de estas partidas, se encuentra una referencia etimológica bastante interesante:

«Matris y munium son dos palabras del latín de que tomó nombre matrimonio, que quiere tanto decir en romance como oficio de madre. Y la razón de por qué llaman matrimonio al casamiento y no patrimonio es esta: porque la madre sufre mayores trabajos con los hijos que no el padre, pues comoquiera que el padre los engendre, la madre sufre gran embargo con ellos mientras que los trae en el vientre, y sufre muy grandes dolores cuando ha de parir y después que son nacidos, lleva muy grandes trabajos en criarlos ella por sí misma, y además de esto, porque los hijos, mientras que son pequeños, más necesitan la ayuda de la madre que del padre. Y porque todas estas razones sobredichas caen a la madre hacer y no al padre, por ello es llamado matrimonio y no patrimonio«.

Hasta ahora hemos podido ver las objeciones etimológicas e históricas que podría tener el matrimonio homosexual. Sin embargo, la lingüística ha de tener muy presente que, en un buen número de casos, los hablantes no respetan el origen etimológico de los términos que utilizan y las palabras comienzan a abarcar nuevos sentidos que se alejan del inicial. Los ejemplos en nuestra lengua son abundantísimos. Así, la palabra «histeria» significa literalmente «relativo al útero», pues cuando surgió el concepto, las creencias de la época atribuían el comportamiento histérico exclusivamente a las mujeres. Con el tiempo, la evolución de la psicología demostró que la histeria era un fenómeno que bien podía darse igualmente en hombres. Sin embargo, se continúa utilizando la palabra «histérico» para referirse a hombres con dicho trastorno y no ha ocurrido ninguna catástrofe.

Vemos que uno de los significados se ha alejado de su sentido inicial. Pero esa es la naturaleza de la lengua: el dinamismo. Construimos nuestro lenguaje a partir de analogías con el mundo que percibimos; nuestro conocimiento de la realidad se amplía y modifica constantemente y con él la variedad de metáforas y acepciones de cada palabra. Un ratón era hasta hace pocos años un roedor; desde la llegada de los ordenadores, se incorporó la acepción del aparato que mueve el cursor por la pantalla.

El matrimonio homosexual es una realidad jurídica en cada vez más estados y la flexibilidad semántica del término «matrimonio» ha extendido su significado a una nueva realidad social. Un concepto harto conocido en la lingüística es el de la motivación. Los hablantes creamos palabras porque nuestro entorno nos crea necesidades constantes. De esta forma, los esquimales tienen más de 20 palabras para designar a la nieve porque su entorno se lo exige. O, si no inventamos una nueva palabra, añadimos un nuevo sentido a una palabra ya existente.  El matrimonio homosexual es una nueva realidad y, como tal, ha encontrado su designación en una palabra que ya existía previamente. Nada nuevo bajo el sol.

Los días y las noches

Recuerdo que hace unos años, durante mi último curso de la ESO, asistí a una conferencia feminista que versaba sobre las diferencias que la cultura impone a ambos sexos. Aunque el tema central pertenecía al ámbito de la sociología, se abordaron diversas cuestiones relacionadas con la lingüística. Por aquel entonces no reunía el conocimiento necesario para rebatir las teorías que allí se defendían, si bien es cierto que recibí la charla con un elevado grado de escepticismo. Sólo con el paso del tiempo y, tras estudiar a algunos de los principales lingüistas, logré comprender los mecanismos de la lengua y darme cuenta de que mi instinto escéptico se hallaba en lo cierto. En el presente artículo me gustaría poner de relieve algunas de las cuestiones tratadas allí para señalar sus principales defectos teóricos. Toda la conferencia giró en torno a la idea de cómo, a pesar de los avances alcanzados en materia de igualdad, nuestra sociedad continúa siendo profundamente machista. Como ya he apuntado anteriormente, este es un tema que pertenece a la sociología y, por tanto, no forma parte del objetivo de este artículo.
En lo relativo a la lingüística, las ponentes sostenían que:
–    La lengua española, debido a su uso del masculino genérico, discrimina a la mujer y la invisibiliza a los ojos del hablante.
–    La lengua perpetúa esta concepción machista de la realidad dado que es la propia estructura de la lengua la que obliga a los hablantes a tener esa concepción de la realidad.

A continuación trataré de explicar por qué son falsas estas posturas. En primer lugar, cuando se les pide a los defensores de la primera afirmación una solución al problema del masculino genérico, la respuesta con la que nos solemos encontrar es la de utilizar los dos géneros (ciudadanos y ciudadanas, diputados y diputadas, etc.). Sin embargo, esta solución viola una de las características fundamentales de la lengua, que es la economía.
Existe una tendencia en los hablantes a reducir el número de palabras de una oración con el fin de conseguir expresar el máximo de contenido en el menor tiempo posible. Ejemplos de esta tendencia los encontramos frecuentemente en la lengua: las abreviaturas, las siglas, etc. Por tanto, cualquier mecanismo que no respete el principio de economía será rechazado rápidamente por los hablantes. Prueba de ello es que nadie utiliza estas fórmulas, salvo cuando se siente obligado por la presión social. (No es de extrañar que este uso haya quedado relegado al lenguaje político y periodístico)
La segunda razón que me gustaría argüir parte de una explicación del uso del masculino genérico. Si atendemos a las teorías estructuralistas,  el lenguaje se concibe como un sistema con cuatro principios fundamentales: principio de funcionalidad, principio de oposición, principio de sistematicidad y principio de neutralidad. El que nos interesa aquí, el de oposición, afirma que el sistema de la lengua se sustenta en base a una serie de oposiciones. Inicialmente, esta idea se aplicó en el ámbito de la fonología. Se analizan los diferentes componentes de varios fonemas y, dependiendo del número de rasgos que compartan, se parecerán en mayor o menor grado. Por ejemplo, elijamos los fonemas /b/ y /p/. Ambos son bilabiales, pero lo que los hace ser diferentes es la sonoridad; /b/ es un fonema sonoro, mientras que /p/ es sordo. Sin embargo, existen casos en los que las diferencias de estos fonemas son irrelevantes y se produce lo que en fonología se conoce como “neutralización”, es decir, los rasgos distintivos se neutralizan. Por ejemplo, en la palabra “apto”, la posición de la “p” neutraliza el rasgo de sonoridad, surgiendo así un “archifonema”, esto es, la neutralización de esos rasgos distintivos.
Más tarde, estos mismos conceptos se aplicaron en el ámbito de la semántica. En lugar de analizar fonemas, se analizaban palabras. De ellas se extraían unos rasgos distintivos, pero, de nuevo, en algunos casos ese uso se neutralizaba. Por ejemplo, está claro que existen rasgos distintivos entre las palabras “día” y “noche”. Sin embargo, en determinados contextos, se puede utilizar una de esas dos palabras de forma que abarque también el significado de la otra, verbigracia, “Estuve estudiando todo el día”; la palabra “día” en este contexto bien puede abarcar el significado de “noche”. En este caso, se dice que “día” es un archilexema.
Después de este recorrido por las teorías estructuralistas, llegamos al punto clave del argumento que quería esgrimir. Si aplicamos esta misma teoría a la morfología, llegamos a los morfemas “o” y “a” que, por lo general, se utilizan en español para marcar el masculino y el femenino. Así, llamamos “ciudadanos” a los varones y “ciudadanas” a las féminas. En cambio, existen casos en los que este uso se neutraliza, por ejemplo, cuando nos dirigimos a una audiencia en la que hay representantes de ambos sexos. El español resuelve esta cuestión con el masculino genérico, es decir, un masculino que, desprovisto de sus rasgos de masculinidad, sirve tanto para referirse a hombres como a mujeres. A esto se le llama “archimorfema”. Por lo tanto, se podría decir que el uso de “ciudadanos y ciudadanas” tendría el mismo sentido lingüístico que decir “Estuve estudiando todo el día y toda la noche”. Para los ojos de muchos, entre los que me incluyo, el empleo de cualquiera de estas fórmulas resulta cuanto menos ridículo, pues no es más que una repetición de lo que la lengua ya se ha encargado de matizar.
El segundo punto de este artículo es una contra-argumentación a la teoría que sostiene que la estructura de las lenguas perpetúa las diferencias entre hombres y mujeres. Dicha tesis pertenece a un movimiento antropológico llamado “relativismo lingüístico”. Este afirma que la estructura de las lenguas moldea el pensamiento de los hablantes de modo que dos individuos que hablan dos lenguas distintas se hallan en dos mundos diferentes. De lo cual, las ponentes dedujeron que si una sociedad es machista se debe al uso machista de la lengua.
Esta idea es radicalmente falsa, pues se ha comprobado que en ciertas lenguas indígenas se emplea el “femenino genérico” y, sin embargo, la estructura de la sociedad es completamente patriarcal.
Uno de los razonamientos que empleaban las feministas era el hecho de que existieran tantos términos para un mismo referente: prostituta (meretriz, puta, furcia, zorra, etc.). Esta realidad, según ellas, les proporcionaba a los hablantes esa visión de las mujeres. Un buen argumento que hace cojear esta tesis del relativismo lingüístico es la noción de “fosilización lingüística”. Esta asegura que no existe una correlación directa entre el vocabulario de una lengua y la concepción cultural de las palabras. En cualquier caso, esta motivación únicamente existiría en el mismo momento en que se crea la palabra, pero no necesariamente después. Pongamos varios ejemplos: la palabra “histérico” proviene del griego ὑστερικός, que significa “relativo al útero”. Se le dio este nombre porque se pensaba que la histeria era algo exclusivamente femenino. Con el paso del tiempo, a finales del siglo XIX, el Dr. Freud descubrió que también se daban casos de histeria entre varones, sin embargo, se mantuvo el mismo término que hacía referencia únicamente a la mujer. En la actualidad, pocas personas conservan el prejuicio de que sólo las mujeres pueden sufrir de histeria. Si las tesis del relativismo lingüístico fuesen ciertas, todos los hablantes seguirían manteniendo ese cliché.
Otra palabra que podemos utilizar como ejemplo es “átomo”, que significa “que no se puede dividir”. Este término se acuñó en un tiempo en el que se creía que el átomo no podía dividirse en partes más pequeñas, con lo cual, podemos afirmar que sí había motivación entre el significado y el significante. Más tarde, se descubrió que el átomo sí podía dividirse, sin embargo, el término siguió siendo utilizado por los expertos, los cuales “fosilizaron” ese significado original.
Finalmente, me gustaría añadir la conclusión de que la lengua es un ser vivo que se halla en constante cambio y que los prejuicios, los clichés y la discriminación pertenecen a la sociedad y la cultura y sólo se pueden modificar a través de estos, por lo tanto, de su estudio han de encargarse la sociología y la antropología. La lengua es sólo el instrumento que utilizamos para la comunicación de esas ideas que la cultura nos ha metido en la cabeza. Nada más.

La lengua como mecanismo de tolerancia

En los últimos veinte años se ha acrecentado en España el número de inmigrantes y, en consecuencia, se ha producido el habitual choque de culturas, que en los peores casos ha derivado en racismo, xenofobia y delincuencia. Con el paso del tiempo la inmigración se convirtió en una de las principales preocupaciones de los españoles y surgió entonces un movimiento por la tolerancia de las distintas culturas que coexistían en nuestro país. Lo hemos podido palpar en los medios de comunicación, la publicidad, los colegios y en otro tipo de manifestaciones públicas. Se han puesto sobre la mesa cientos de propuestas para difundir los valores del respeto por el diferente, y he aquí la mía.

El estar cursando en mi carrera una asignatura llamada Lingüística me ha hecho reflexionar profundamente sobre las propiedades de la lengua y su importantísima función en las relaciones humanas. Como bien saben los lectores, la lengua es el reflejo del pensamiento y, por lo tanto, el mejor mecanismo para conocer la idiosincrasia de los pueblos. Este hecho me lleva a pensar que si de verdad se quiere fomentar el respeto por otras culturas y encontrar un punto de unión que nos haga pertenecer a la misma comunidad éste ha de ser la lengua. Yo mismo lo he experimentado. Antes había culturas que no me llamaban la atención e incluso tenían costumbres que yo consideraba abominables, pero aprender la lengua que utilizan generó tal simpatía en mí que comencé a entender parte de sus tradiciones y cualquier rastro de odio hacia ellos que pudiese quedar en mí se desvaneció. Por eso pienso que la enseñanza de la lengua sólo puede entrañar valores positivos y es una asignatura pendiente desde hace años dentro de las aulas.

Y el que crea que con esto estoy animando a la gente a que  aprenda todos los idiomas de las comunidades que viven en España, se encuentra bastante lejos de la realidad. Como vivimos en un país donde el odio entre hermanos aflora por doquier, donde no nos entendemos y, por frustración, nos refugiamos en la arrogancia y el rencor para escapar de esta Torre de Babel, creo que deberíamos empezar por aprender nuestra propia lengua para devolverle la dignidad a este país si es que algún día la tuvo. La gramática del español ha salido de las escuelas y ha sido sustituida por eufemismos educativos que nos han dejado hordas de jóvenes vocingleros que no se respetan ni a sí mismos, porque no se entienden, porque no saben hablar, porque han dejado de pensar. Y los diferentes ministros de Cultura y Educación que han pasado por los sucesivos gobiernos han tratado de ocultar el desastre afirmando que se estaba creando un nuevo lenguaje entre la generación del botellón, pero no es por neofobia por lo que se mueve mi discurso, sino porque el lenguaje deja de serlo cuando pierde su función primaria, la de comunicar y servir de hilo conductor entre personas diferentes; y si no sabemos hablar la lengua que nos une, jamás será posible la comprensión mutua. Sólo de esta forma lograremos respetarnos entre nosotros, y ya después vendrán los demás.

¿Y por qué no dejamos hablar a los que saben?

En los últimos días se ha reanudado la polémica sobre el matrimonio homosexual a raíz de unas declaraciones en las que Mariano Rajoy expresaba su intención de derogar la ley en cuanto llegase al poder, algo inminente.

En primer lugar, me gustaría dejar clara mi posición respecto a las parejas del mismo sexo. Nos cuentan la historia y la biología general que el amor, es decir, el deseo de unión con otro ser, surgió antes que la división sexual, lo cual revela hasta qué punto cualquier tipo de amor es natural. Es verdad que, una vez producida la división de sexos, el amor entre iguales resulta infructuoso para la reproducción, pero ese es un tema que queda fuera del contenido de este artículo.

Sin embargo, también me gustaría mostrar mi desacuerdo con el nombre que se le da a la unión entre personas del mismo sexo: matrimonio. Y para ello me voy a remitir a la etimología. La palabra matrimonio se deriva del derecho romano y está compuesta de las palabras «mater», que significa madre, y  «munium», que significa función. El matrimonio es, pues, la concesión a la madre de su derecho a serlo. Por lo tanto, en un matrimonio entre dos hombres ¿dónde encuentran ustedes a la madre? ¿vamos a estigmatizar a uno de los miembros de la pareja para que ejerza su rol de madre? ¿o vamos a apelar al sentido común y a dejar al lenguaje en paz? En una unión entre lesbianas sí es verdad que las dos pueden ejercer en calidad de madre, pero no así en una unión entre hombres. Así que yo creo que el nombre más óptimo para hacer mención a lo que se llama «matrimonio gay» es «unión civil». Puede que parezca un mero término eufemístico o un formalismo, pero me parece necesario respetar nuestra lengua, cosa a la que los políticos nos tienen muy poco acostumbrados.

En español, tenemos otros frentes de batalla iniciados por políticos ignorantes sumidos en su arrogancia. Verbigracia, la incapacidad para diferenciar «sexo» de «género». Los lingüistas están ya cansados de repetirlo: sexo para las personas y género para las palabras. Aun así, seguimos viendo pancartas en manifestaciones donde podemos ver «igualdad de género», o leyes sobre una expresión tan ridícula como «violencia de género».

Todos estos dislates tienen su base en la prepotencia del político. Él cree saberlo todo, ser el más culto y tener potestad sobre toda la masa de ciudadanos inferiores, por lo tanto, él es quien organiza la sociedad y quien dicta lo que es bueno o malo. Ocurre lo mismo en economía, el progre cree ser el poseedor de la verdad y de toda la información y quiere ser él quien se encargue de repartir el dinero entre los pobres. Todo esto, por supuesto, con resultados desastrosos.

Zapatinglish

Aquí vemos una nueva muestra de los problemas que tiene ZP para comunicarse con los demás países.